Por: José Jáquez
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¡Manolo vive!
Con los pañuelos blancos izados sobre las cabezas como copos de algodón y la boca del fusil callada y mustia, y los rostros enjutos y ateridos, y el coraje escondido en la mochila, y las barbas rebeldes silenciadas, cayeron los hombres y nació la esperanza.
Y la sangre abonó la tierra, y brotó la simiente del pensamiento futuro, y los frutos se esparcieron por valles y montañas, y la cosecha grande de la libertad se recogió.
Escalaron los caminos verdes de las “escarpadas montañas” cargados de decoro, de patriotismo, de ilusiones; en las cúspides soltaron un puñado de palomas blancas, y bajaron al llano de pies, y la ráfaga traidora no pudo apagar las estrellas de sus frentes.
Y siguen caminando, enhiestos, monte arriba, sembrando banderas, cantando resabios, silbando y esperanzados.
Y las flores, y el rocío, y las aguas todas les abren paso, y el verde se torna más olivo, y los árboles parecen aplaudirles con sus manos de hojas, y los helechos con sus grandes dientes verdes les sonríen.
El monte entero se camufla como cómplice y tiende una alfombra de follaje para que no tropiece el sueño libertario.
Como la refulgencia del rayo intempestivo, se riega la luz de sus sonrisas en la manigua y centellean en el cenit los cañones como astros lejanos.
En la pulpería que se vendió a precio bajo la traición, jamás podrá comprarse la quietud y el fantasma que aletea atrapado en la maraña sin poder desatarse, mantiene en sobresalto el corazón de la tropa cobarde y vil.
Como un volcán en erupción que esparce su lava abriendo caminos de fuego, la llama encendida en las montañas es hoguera inextinguible que flamea en el corazón de los patriotas.