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Biden en su laberinto

Biden en su laberinto

Julio Martínez Pozo

En la irremediable soledad de un poder sujeto a los contrapesos de la democracia, imagino al presidente  Joe Biden preguntarse cómo dar vueltas a estas páginas de la historia que le ha tocado protagonizar.

Ha confesado que de no haber presenciado una luz en el rostro de sus dos hijos, entonces niños, Beau y Hunter, sobrevivientes del fatal  accidente  en el que murió su primera esposa, Noelia, y su hija, Naomi, se habría refugiado en el que  Camus define como el único problema filosófico irresuelto: el suicidio

“Empecé a comprender como la desesperación lleva la gente a liquidarlo todo, cómo el suicidio no era sólo una opción sino una opción racional. Pero miraba a Beau y Hunter dormidos y me preguntaba qué temores tendrían ellos en sus sueños  y quién les explicaría mi ausencia. Y supe que no tenía más opción que luchar para seguir vivo”.

Se volvió a matrimoniar, agregó una nueva hija a la familia, para volver a tener tres, sintiendo que Dios le había bendecido de nuevo, pero volvió a experimentar otra pérdida: la de su hijo mayor, Beau. Ya no habrían hijos pequeños a los que les desampara su ausencia, pero sí una nación y un electorado que depositaban fe en él, y veía en su testimonio de resiliencia un norte a seguir.

Senador en varios períodos y dos veces vicepresidente con Barack Obama, sólo le faltaba por alcanzar la presidencia de la República, y aunque la edad y los golpes de la vida mostraban claramente sus estragos, se lanzó tras ella y la alcanzó. ¿En cuáles condiciones?

En unas muy precarias, su terrible adversario fue más votado en la búsqueda de la reelección que en la primera elección, y jamás le consintió el honor de reconocer su victoria. Por el contrario se ha mantenido denunciándola  como un fraude y protagonizó una vergonzosa y peligrosa manifestación de desconocimiento.

Como en la historia la narración está a cargo de los vencedores, Biden aspiró  a demostrar que había ganado legítimamente y a tratar de enorgullecer a los estadounidenses de su elección, y eso lo haría legando paz y prosperidad.

Aprovechó la negociación que había hecho su antecesor con los talibanes en Afganistán y concluyó con veinte años de ocupación militar de los Estados Unidos en ese país, entendiendo que ya era una presencia a la que no le esperaba otra cosa que desgaste a un alto costo económico.

Había ganado en el apogeo mortal de una pandemia sanitaria con alta letalidad y graves secuelas, y la enfrentó en sus dos planos. Vacunó masivamente y puso miles de millones de dólares en los bolsillos de las familias cuya actividad productiva había quedado menguada por la nueva peste.

Pero la sobre liquidez acarreó un desborde inflacionario agravado por algo con lo que no esperaba toparse: con los efectos de una guerra que aunque no es directa contra los Estados Unidos, le atañe en primer orden: la invasión de Vladimir Vladimirovich Putin contra Ucrania. En el ínterin cosecha una victoria: la muerte de Ayman al Zawahiri,  sucesor de Osama Bin Laden en Al Qaeda, pero la imprudente visita de Nancy Pelosi a Taiwán quita impacto a ese logro, e intensifica el conflicto en otro frente.