Es una verdad incuestionable que: «Las personas son hijas del tiempo en que les toca vivir». La historia de la antigua Roma es la de seres funestos y oportunistas, capaces de cualquier cosa por riqueza y poder.
Perversidad y desfachatez eran la tónica dominante en esos dominios. Ni el amor de esos tiempos escapaba a los conciliábulos de aposentos. Un episodio que ilustra lo anteriormente expuesto son César y Cleopatra. Romance de traición, incesto, lujuria y poder. Personajes repugnantes, a los que únicamente les interesaba el poderío de sus territorios y las riquezas.
César: íncubo sagaz, amigo del chisme, perverso por antonomasia y degenerado bisexual, que acumuló inconmensurables fortunas como procónsul, jugando con las personas, y tratándolas como simples marionetas; Cleopatra: súcubo no muy bella, pero perspicaz y calculadora «truquera», para quien el pudor y la lealtad no eran parte de su personalidad, ni estaba en sus haberes.
Después que César derrotó a Pompeyo, este último llegó a Egipto, en donde un súbdito del rey Tolomeo XII (padre de Cleopatra y de Tolomeo XIII, que a pesar de ser hermanos eran esposos), lo asesinó.
César se dirigió a Egipto para «bajar línea» en la sucesión de poder en esos predios pertenecientes a Roma. Allí conoció a Cleopatra y su hermano, que eran los que por la línea de sucesión les tocaba heredar el trono de su padre.
Se amancebó el militar con ella durante nueve meses, —«soltando en banda» a Roma en ese período—, relación de la que nació Cesarión.
Para sofocar una rebelión en su contra, César quemó sus naves, alcanzando las llamas la icónica biblioteca de Alejandría.
Retornó a Roma con su mujer, exhibiéndola como un trofeo, y con el niño, el cual gobernaría a Egipto muchos años después.