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Cien pesitos  de nada

Cien pesitos  de nada

De  regreso de mis vacaciones y mientras trataba de aclimatarme de nuevo a Santo Domingo, he vuelto a dejarme llevar de las emociones y a apelar, otra vez, al destripador que llevo dentro. No lo pude evitar.

Tenía tres días conteniendo mi ira, apaciguando mis instintos para fortuna de un niñato que casi me atropella por andar haciendo exhibiciones idiotas con el coche del más idiota de su padre, y para suerte de un carterista que me confundió con un banquero.

A los dos pensé aplicarles uno de mis habituales correctivos pero, a tiempo, controlé mis impulsos y los dejé marchar.

Si hubiera obrado entonces como se me supone, tal vez hoy hubiera optado por absolver al taxista, quizás me hubiera limitado a considerar sus agravios como despistes de un mal día y nada más hubiera ocurrido que un intercambio de insultos.

 El problema es que venía arrastrando desde ayer un insatisfecho deseo de poner las cosas en su sitio y, sin saberlo, el imbécil del taxista me tiró de la lengua y yo, sin quererlo, tiré del cuchillo.

Y lo cuento porque siempre he sostenido la idea de que aquellos seres humanos que, como yo, han tenido la fortuna de disfrutar experiencias enriquecedoras, tienen la obligación de divulgarlas y compartirlas para mejor edificar la opinión pública.

Que conste que la primera impresión que me produjo el taxista fue muy grata, y como siempre acostumbro a hacer antes de subir a un taxi, le pedí la tarifa y le di la dirección. «No hay problema» -me respondió- son 100 pesitos de nada».

Confieso que hasta ahí llegó la buena impresión que me causara, pero no es verdad que yo fuera a degollarlo por esa bagatela. Además, tuvo el buen gusto de no volver a agregar nada en las siguientes cinco calles y yo me relajé en el asiento de atrás olvidando el incidente y los “100 pesitos de nada”.

Una esquina más lejos, sin embargo, en algo reparó el chofer que me volvió a preguntar la dirección. Una vez la repetí puso en marcha la vieja táctica de «¡Oh… era ahí, yo pensaba que había dicho…! ¡Bueno… a donde vamos por lo menos son 180 pesitos de nada!”.

Yo sólo crucé las piernas y recordé aquel pasaje bíblico que dice: “Perdónalos Señor porque no saben lo que cobran”, dando mi conformidad antes de que el taxista siguiera argumentando nuevos pretextos.

Al fin y al cabo, destripador o no, sigo siendo un caballero de muy buenas costumbres y mejores palabras. Sólo cuando advertí en su rostro la frustrada codicia por no haber pedido más, es que le hice saber que ni era turista ni pasaba por pendejo, al menos no más de lo que aconseja la prudencia y, amablemente, di por terminada la negociación reiterándole el nombre de la calle y el precio acordado.

El no agregó nada, entretenido en urdir otra nueva estratagema que le permitiera subirme la tarifa. Cuando la tuvo, la soltó.

Yo debía pagar, además de los 180 pesos, 10 adicionales por la comodidad del vehículo que, según me aclaró, consistía en un aire acondicionado que yo no había pedido.

-Sí, es verdad que usted no lo ha pedido, pero tampoco me ha dicho que lo apague, y ¡bien que lo disfruta!

Regresé mis piernas a la posición anterior y volví a evocar la Biblia. Exactamente, aquella cita que dice: “Pedid y se os dará”. Y sin ser religioso, que no lo soy, sólo por vivir una vez la experiencia de poner la otra mejilla, acepté el suplemento.

 El taxista se volvió a callar lamentando no haber sido más osado.

Supongo que fue por ello que dos esquinas más lejos, a punto de llegar a mi destino, cuando le entregué 2 billetes de cien pesos para que se cobrara, me confesó sonriente que no tenía cambios y, aunque no lo dijera, que tampoco estaba dispuesto a procurarlos.

Recordé aquel versículo del Eclesiastés que dice que “hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra” y, al tiempo que le arrebataba de la mano los 200 pesos, le pedí que detuviera el vehículo.

Me hizo saber entonces que la parada elevaría 15 pesos más la tarifa, caso de que no me demorase demasiado.

El pobre infeliz no sabía lo que le esperaba. Con fingida frialdad, una vez detuvo el vehículo, tomé de mi maletín de trabajo algunos necesarios instrumentos, como una maza y una sierra eléctrica y, en cuestión de segundos, suprimí el aire acondicionado de un certero punzonazo reduciendo la tarifa 10 pesos.

Ante su atónita mirada, desmonté a golpes de mandarria las dos puertas delanteras del vehículo, que yo no había utilizado, descontando 20 pesos más de la tarifa, más otros 15 pesos porque, siendo las diez de la mañana,  no había tenido el taxista que utilizar los faros que, aproveché para rompérselos a batazos.

Por la misma razón y con los mismos descuentos, de tres patadas dejé al vehículo sin luces intermitentes ni aparato de música, hasta que mi deuda sólo era de 20 pesos, todavía a favor del taxista, pero la diferencia la enjugué seguidamente al tirar a un basurero próximo la rueda de recambio que tampoco se había usado, e incrustarle en la boca al taxista, el zapatito de un bebé que llevaba colgado del parabrisas, por si acaso se le ocurría cobrarme también la decoración.

Por esa razón tiré a la calle el asiento delantero que, sentado atrás,  maldita la falta que a mí me hacía; descapoté el vehículo con ayuda de mi sierra por si pretendía cobrarme la sombra, y reanudamos el viaje, los treinta metros que faltaban hasta llegar a mi destino.

Cuando me bajé, le saqué el zapatito de la boca y, acaso arrepentido por mi exceso, le cobré sólo 100 pesitos de nada por haberle hecho el favor de subirme a su mierda de coche.

El Nacional

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