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Como casi todos los fenómenos estéticos que se formaron en el siglo XX, el cine -inventado por los hermanos Lumiere (Auguste y Louis) el 28 de diciembre de 1895- llegó tarde a nuestro país, acompañado de la intervención norteamericana en 1916. Y escribo algo tarde, porque el siglo XX fue un espacio en donde la velocidad se disparó en varias direcciones: en las ciencias, la lingüística, la filosofía, la industria, la sociología… en todo. Por eso, deseo enfatizar en la relación histórica del cine -y la interpretación de nuestra crítica- respecto a su trascendencia estética y vinculación social a los largo de los cien años transcurridos desde su llegada al país.
Para Jean-Paul Sartre, el cine “es una forma de transmitir las ideas existenciales, invitando a los espectadores a reflexionar sobre su propia existencia”, arguyendo que “el cine, al reflejar preocupaciones filosóficas en los personajes, ejemplifica la comprensión de la filosofía existencialista”.
Debo insistir en señalar que el cine ingresó al país como la misma radiodifusión, de manos de la intervención norteamericana de 1916, y debieron transcurrir alrededor de tres décadas para que afloraran los primeros atisbos de una crónica (no crítica) explicativa de qué diablos sucedía en el interior de ese conjunto de sombras y luces que vulneraba y violentaba la costumbres del país y del cual ya se habían escrito miles de volúmenes para explicar los problemas afectivos y perceptivos producidos por ese fenómeno estético en los auditorios.
Alguien podría esgrimir que ya Palau —en los años veinte— se esforzaba para construir una respuesta cinematográfica nacional, y ese señalamiento sería válido si alrededor de la hazaña de Palau se hubiese levantado alguna estructura crítica, una cierta apoyatura de significación para apuntalar el hecho -más allá del esfuerzo pionero- hacia una concienciación estética.
El cinematógrafo se deslizó en nuestra sociedad como una pura entretención, como un eminente acto lúdico en donde su génesis estética no transbordó, fuera de la emoción o la imitación, el tuétano de un verdadero goce, eso que Musati, en 1961, enunció como “la impresión de agujero de cerradura”, y que diferencia el espectáculo fílmico de cualquier otro.
Nuestras mujeres imitaban, al final de los veinte, los peinados con exceso de brillantina de las divas de aquella época, y nuestros hombres, en los treinta y los cuarenta, trataban de parecerse a Gardel, a Gable o a Bogart (con todo el sarcasmo del cine negro); pero las esencias, las sustancias de la práctica significante del cine como constructor, regulador y propiciador de un nuevo discurso estético, se dejaban de lado porque no había nadie que las señalara a través de una conciencia crítica.
Es decir, nadie señalaba al cinéfilo nacional los efectos de pasividad y evasión ocasionados por los aspectos particulares asumidos por el recuerdo del film y, mucho menos, los rasgos fundamentales del divismo, explicado por Francesco Alberoni como, precisamente, “esa admiración vana que sienten las sociedades por una actriz o un actor determinados”.