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Efraim Castillo

Cestero: un poeta 1 de 3

La pintura de José Cestero es tan simple, tan anecdótica y llena de espontaneidad, que a los comerciantes que se dedican a violar conceptos y especular con el arte, no se les ha ocurrido falsificar ni imitar. Y es que Cestero, el romántico pintor de la calle El Conde —a quien todos llamábamos Gamuza en los años sesenta por los zapatos fabricados con esa piel que calzaba,— ha creado una obra no sólo con el pincel ni con el material emergido de las fábricas de óleos y acrílicas, sino con sus recuerdos. asentando y volviendo suyo aquel enunciado de Heidegger de que «todo arte, en su esencia, es poema en tanto que un dejar acontecer la llegada de la verdad de lo ente como tal» («El origen de la obra de arte». 1935-1936»)

Cestero, como Emile Bernard -o mejor aún como Edvard Munch- no pinta lo que ve, sino lo que vive en él, su motivo para reivindicar los valores de una estética fundamental en cuanto a vigor y trascendencia. Pintar lo que se ve podría dar como resultado una incursión en el efecto de la fotocopia; pintar lo que se ha visto es otra cosa, es pintar lo que, de acuerdo a Picasso «constituye lo que es», pues obliga al pintor a vivir la pura reflexión, el fenómeno de irrigar la memoria y las zonas del hemisferio derecho cerebral, para desde allí remover los recuerdos y extraer de la ilogicidad lo que lleva a nuevos discursos, aquello que ha penetrado el córtex sin la ojeriza de la sospecha y convertirlo en ejercicio, en una incursión necesaria hacia el caos de imágenes de donde emergerá esa figura que Pasolini llamó «im-signo», o imagen significante, el verdadero prototipo de la creación inminente.

Para Pasolini, «a diferencia de los ‘len-signos’, es decir, de los signos lingüísticos, escritos y orales, los ‘im-signos’ no pertenecen a un sistema simbólico, sino iconográfico, son signos de ‘vida’» (Pasolini: Cine de poesía, Anagrama, 1970).
Al mencionar a Munch y relacionarlo con Cestero no busco —de ninguna manera— peligrosas analogías entre una y otra obra. Simplemente he deseado establecer alguna frontera, alguna línea de identificación entrambas, aún y cuando sus artes —centrados en la experiencia humana— se distancien desde el punto síquico que referencia los sentimientos.

En Munch como en Cestero el recuerdo es un eco, una reverberación donde el ser, como sujeto, es la memoria misma de la obra y, por lo tanto, su protagonista, aunque en el pintor noruego las degradaciones de color revierten lo que el pintor dominicano lleva a la exaltación de su virtuosismo: las pinceladas policromáticas de los contornos, esas diminutas pero poderosas manifestaciones de un modernismo tardío pero eterno, y que Cestero ha doblegado para provecho, no de su modus operandi, sino de todos los que, como yo, le agradecemos haber implementado un sistema que ha devuelto a la perdida memoria de la materia arquitectónica colonial urbana, el espíritu de su pasado.