Que una mujer pueda interrumpir su embarazo cuando haya sido violada, cuando en su vientre lleve una criatura inviable o cuando su vida esté en peligro, no es una concesión ni un regalo de los políticos ni de los legisladores, es un derecho.
El término aborto es de esas palabras que en su uso oficial adquieren una connotación despectiva o de dudosa propiedad semántica, bajo cuyo umbral se ocultan una serie de prejuicios sociales, ideológicos y religiosos que se incorporan a los sistemas jurídicos como verdades absolutas que niegan la racionalidad y el estado de derecho.
Se habla del aborto, y no de la interrupción del embarazo de una mujer en riesgo de perder la vida, para pontificar que en la Constitución existe una cláusula absoluta de prohibición de “semejante barbarie”.
Pero nada más lejos de la realidad. En nuestro ordenamiento jurídico, el propio derecho a la vida cede en situaciones especiales. Si no pregunte por qué la legítima defensa o el estado de necesidad son eximentes penales del delito de homicidio.
Creo firmemente en el derecho a la vida que consagra el artículo 37 de la Constitución, pero su interpretación no se limita a una lectura literal. Su intelección se debe hacer en un juicio de ponderación de derechos fundamentales, en el que se valore el derecho a la vida de lo que aún científicamente no es un feto y el propio derecho a la vida de la madre o su dignidad y salud como bienes jurídicos tutelados por la Carta Magna.
Lo que estamos pidiendo no es que haya un régimen abierto de interrupción del embarazo, como existe en España o Estados Unidos, sino que en tres casos específicos la mujer pueda practicarse un aborto terapéutico seguro y civilizado que preserve su vida y sus derechos.
Negarles esa prerrogativa a las mujeres es inhumano, injusto y sectario. Sería arrojarlas a la muerte o a la miseria existencial.
Ni la Constitución ni la Convención Americana de Derechos Humanos prohíben esa posibilidad. No lo hacen porque es un derecho fundamental.
No se puede pretender que delitos como el incesto o la violación sexual produzcan efectos jurídicos. Ni muchos menos que una vida plena como la de una mujer se pierda en aras de preservar una que está por nacer.
En Chile, Uruguay, Argentina, México y en todas las democracias liberales eso no está en discusión. Sólo en la Orden de Malta, el Vaticano o en las teocracias musulmanas se niegan estos derechos a las mujeres.
Por esa razón, es inaceptable que partidos de raigambre liberal como el PLD, el PRM o el PRD pretendan inscribirse en el retroceso decimonónico de concepciones ideológicas religiosas.
Algo anda mal. Tenemos que revisarnos.