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Duelo

Duelo

Pedro P. Yermenos Forastieri

Era un pueblo de almas apacibles. Sus calles podían ser transitadas a cualquiera de las 24 horas del día. Los jóvenes, provistos de tragos y cigarrillos que marcaban el inicio de su intrepidez, permanecían hasta la madrugada en el parque donde estaba la iglesia con sus campanas que repicaban los monaguillos y el reloj que cada 30 minutos alertaba a las personas para contar los sonidos y saber la hora.

 Los vecinos se trataban como familia. De cada comida especial intercambiaban porciones en platos que nunca retornaban vacíos. Los padres estaban tácitamente autorizados a corregir los niños del barrio y los profesores eran objeto de un respeto que bordeaba la veneración.

La diversión estelar era ser parte de uno de los clubes deportivos o integrar una de las tropas que conformaban el campamento de los muchachos scouts, las cuales, llevaban nombres de animales.

 En la parroquia había un sacerdote dedicado al trabajo juvenil. Aficionado al fútbol por su origen español y todo un ídolo de aquella muchachada que veía en él un héroe capaz de hacer hasta lo que parecía imposible. Más que el cura, era el confidente de todos.

El pueblo  finalmente se  pudo liberar  de un cruel personaje

 Esa quietud empezó a resquebrajarse con sus primeras fechorías. Nadie conocía de dónde procedía ese personaje empeñado en estropear el ritmo acompasado de gente buena, trabajadora y solidaria. Ni siquiera se sabía dónde vivía. El misterio rodeaba a un ser humano cuyas acciones provocaban pavor generalizado.

 Cada vez la historia era más espeluznante. Había golpeado un anciano por negarse a entregarle el dinero que le exigía. Se descubrió que fue el autor del robo en la ferretería principal. Su cuerpo fornido y su total desparpajo en sus relaciones interpersonales, aterrorizaban al más valiente.

Todos huían de cualquier lugar donde se sospechaba que el “Tigre Evelio”, mote que se había autoimpuesto, pudiera estar.

 Nunca se supo con certeza qué ocurrió entre ellos. Se esparció el rumor de que, al fin, alguien había enfrentado al terrible ciudadano y que suspendieron la trifulca para continuarla luego en circunstancias que serían necesariamente definitorias.

Pasaban las 12 de la noche. El desafío recíproco interrumpió el sueño de algunos curiosos. Uno colocado bajo el farol de una esquina, el rival en la próxima. Se iban acercando parsimoniosamente, conscientes de que uno, otro o ambos, jamás volverían a hacerlo. A la mañana siguiente, el pueblo respiró aliviado al constatar que se había liberado del pánico del Tigre.

Por: Pedro P. Yermenos Forastieri
pyermenos@yermenos-sanchez

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