El fraude electoral no es un acto doloso de un partido político para ganar sino un concepto pregonado por cualquier oponente perdedor para mantener su vigencia política y la esperanza de sus seguidores.
Si acepta dócilmente su derrota respetando el veredicto del electorado, estaría firmando su defunción política. Por eso, tan pronto pierde comienza a vocalizar el estribillo de las irregularidades con todo tipo de justificaciones sin asidero.
Cuando Balaguer ganaba, sus contrarios siempre denunciaban manipulaciones de los votos aun sabiendo que eran contados, contrastados y validados por consenso entre los delegados de cada organización política representada en las mesas electorales. Gastado ese argumento, regresa el intercambio de un voto por un picapollo y la abstención provocada y pagada. De igual modo, la matraca del uso de los recursos del Estado para favorecer a los candidatos oficialistas siempre ha estado ahí: Dulce cuando gobierno y amarga cuando estoy en la oposición.
El alto nivel de abstención en estos últimos sufragios municipales no es el resultado de ningún acto inapropiado perpetrado por el gobierno en funciones. La gente no vota porque las alcaldías no disponen de los recursos para gobernar con impacto político. Sus atribuciones son muy limitadas y no cuentan con presupuestos propios ni para recoger la basura.
Al final, la única novedad fue el suicidio de varios candidatos por sacar uno, dos o ningún voto. Cayeron en depresión no solamente por la vergüenza y para no enfrentar la burla de sus compueblanos sino también porque descubrieron que en la política no hay amigos ni familia.
Por: José Café
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