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Embates de la naturaleza

Embates de la naturaleza

Pedro P. Yermenos Forastieri

Estaba informado de los avisos de las lluvias que se esperaban en varios puntos de la geografía nacional. Pero suponía, a partir de los boletines que escuchaba, que la ciudad donde residía no sería la más afectada y que, en todo caso, el fenómeno no tendría la contundencia que al final lo caracterizó.

Su casita no era la más segura del barrio donde estaba ubicada, pero había resistido embates de la naturaleza más fuertes que el que permitían presagiar las noticias oficiales. Por eso, aquel sábado, como todos, acudió confiado al trabajito que asumía los fines de semana, con el cual, completaba lo mínimo para cubrir sus necesidades básicas.

Era poca cosa lo que devengaba, pero le proporcionaba mayor seguridad que la incertidumbre del oficio de carpintería ejercido cuando aparecían algunas chiripas.
El incremento progresivo de las lluvias empezó a preocuparle.

No tardaron en llegar los reportes desalentadores de los efectos producidos por el caudal torrencial desparramado desde un cielo que no cesaba de llorar a cántaros.
Había dejado solos a su compañera y al hijo adolescente de esta.
Les llamaba con insistencia, sin obtener respuesta.
Luego supo que la primera víctima fue el celular de ella.
Aterrado por una angustia que crecía, asumió el riesgo: Cerró el negocio y decidió ir a saber de su pequeña, y única familia.

No hubo espacio de su cuerpo ni objeto guarecido en los bolsillos de su ropa, que llegara indemne a su casa. Eso, no obstante, era una tontería en comparación con lo que le esperaba.

En las dos angostas habitaciones que conformaban aquel espacio donde transcurrían sus vidas, el acceso estaba impedido por el cúmulo de agua que había penetrado.

Desde afuera, visualizó la esfufita aplastada por el peso plomizo de la nevera que la impactó.
Veía las ropitas de los tres nadar empapadas y enlodadas saliendo por los escapes que lo permitían.

Menos de un año hacía que con un préstamo concedido por su patrón, pudo reunir el dinero para comprar la camita en la cual, al fin, dormirían de forma menos indigna. Su única diversión consistía en tomar dos cervecitas cada domingo, escuchando música en el radito que vio ahogarse en el charco inmenso formado en la salita.

Así, sin nada, solo con lo que llevaban puesto, abrazó a su mujer y a su hijastro. Destrozado, les dijo: Vamos a pedirle refugio por esta noche a mi compadre Marino.