Opinión Articulistas

Éxtasis del verso

Éxtasis del verso

Efraim Castillo

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Fue en 1982, mientras escribía la novela Curriculum (El síndrome de la visa), cuando comencé a moverme hacia la poesía, hacia ese lado de la reflexión poética cuyo éxtasis articula y desarticula los lugares interiores del conocimiento y lo continuo, enfrentándolos a la historia, a lo discontinuo y a esa verdad que Henri Meschonnic enuncia: “La poesía no soporta ni las complacencias ni las concesiones; si no, el poema se vuela” (2001). Por eso, presupuesté en Currículum una pequeña poesía, porque sabía que la voz de Beto no podía ser freno ni cortapisa, sino un contrapunto más allá de la reflexión discursiva. Así, Beto poetizó, no yo, un sentimiento y lo expresó:

“Esta lluvia, en esta hora, | en este día, en estas circunstancias, | está hecha para ti, desgranada para aclarar | lo que podría distanciarnos…”

Desde luego, aquel intento no lo introduje completo en el capítulo de la novela. Beto no creía que el objeto poético debía capitanear el punto de convergencia en todos los niveles de comunicación y ser “ese lugar de retención de las unidades que la conforman a costa de otras que son rechazadas”, como afirma Greimas (1966). Y sabía yo, no Beto Pérez, que un solo verso podía ser capaz de resumir las reflexiones, las euforias, y transportar y aquilatar los ritmos desde lo temporal a lo intemporal y desde allí a la eternidad del origen, a los confines de lo imposible por lo posible.

En Currículum abandoné la idea de la poesía, pero la tentación de acudir hacia ese lugar del caos memorial siguió dando pequeños golpes sobre un córtex endurecido. Después de todo, tuve mucha, mucha suerte de no haber caído en la poesía a los catorce años, o a los veinte, cuando todos deseábamos hacer poesía para decir algo contra Trujillo, o sobre lo que significaba Trujillo.

Pero mientras los que escribíamos teatro o prosa en los años sesenta sólo nos preocupábamos por el panfleto simple, o uno u otro aspaviento de existencialismo o absurdismo, los que hacían poesía analizaban dónde diablos había fallado el modernismo y el arrastre del simbolismo; y dónde se habían fragmentado las vanguardias junto a todos los ismos.

En aquellas noches de la calle El Conde, mientras Miguel Alfonseca, Antonio Lockward, Grey Coiscou, Héctor Dotel, Jacques Viaux y los otros (que incluía al pintor Silvano Lora), leían a viva voz sus creaciones poéticas militantes, yo y los que no construíamos poesía, nos tranquilizábamos con ser el auditorio posible, la repisa conformante de los nexos futuros.

Algo así como los críticos de una literatura que se emparentaba con el Olimpo. Y sin embargo, aún no deseaba hacer poesía. Consideraba en aquellos años que la poesía debía buscar lo enunciado por Roman Jakobson en su ponencia “Lingüística y poética” (Universidad de Indiana, 1958): “Cualquier tentativa de reducir la esfera de la función poética a la poesía o de confinar la poesía a la función poética, sería una tremenda simplificación engañosa”.