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Imprevisto

Imprevisto

Pedro Pablo Yermenos Forastieri

Eran principiantes en muchos aspectos. Ante todo, en apremios de la carne. El hechizo inicial se produjo en el colegio donde cursaban grados distintos porque él era tres años mayor. Quedó deslumbrado por el olor peculiar que expedía su piel, como si tuviera incrustado un perfume natural. Un aroma que pernoctó en su nariz durante años y que procuró vanamente encontrar en otras compañías, hasta que se resignó a aceptar que solo era posible lograrlo en determinadas etapas de la vida de una mujer.

La cómplice esencial de la relación era la amiga común que habitaba en las proximidades del centro educativo. Propiciaba, en la propia residencia, encuentros furtivos en los cuales, las destrezas amorosas se iban perfeccionando, al punto en que la presión de hormonas desbordadas hacía cada vez más difícil resistirse a sus apremiantes demandas.

La realidad se impuso
Él, también se estrenaba en la conducción de automóviles y su padre, que en los inicios lo acompañaba en sus prácticas, poco a poco empezaba a dejarlo ir solo a cortas diligencias que lo hacían sentir el ser más feliz del universo.

Su característica de jovencito mesurado, prudente y juicioso, contribuyó a que fuera incrementándose la confianza que todos depositaban en él. Incluso el papá de ella, a quien impactó la formal manera de confesarle el amor que sentía por su hija. Ante tal demostración de intrepidez, no pudo más que aceptar lo que a todas luces era un hecho irreversible.

“Javier, mañana viajo a la capital y debes ir al campo en la camioneta a llevar maíz para las gallinas”. Aquello fue susurro delicioso para sus oídos. Trazó el plan en minutos. No cumpliría la encomienda en soledad. En la tarde, solicitó a su acompañante que faltara a clases al día siguiente porque tenía una oferta irresistible.

Partieron a las nueve de la mañana. Ella, con su impecable uniforme. Él, con su mente en ebullición. Llevó una manta que, después de desmontar la carga, tendieron sobre la grama mullida bajo la sombra de un árbol. Acomodaron sus cuerpos y se dispusieron a culminar lo que hacía meses habían iniciado. Ni siquiera suspendieron sus recíprocas caricias ante la torrencial lluvia que empapaba sus anatomías desnudas.

Su precaria pericia no bastó para sacar la camioneta del fango terrible en que sus gomas habían quedado anegadas. Debió comprar carísimo el silencio de su hermano para que lo ayudara a salir del susto de su vida.