Articulistas Opinión

Inicios

Inicios

Pedro P. Yermenos Forastieri

Se graduó de abogado con honores. No obstante, cuando tuvo en sus manos el certificado que lo acreditaba como tal, se sintió desolado bajo la terrible angustia de no saber qué hacer con aquel producto cuya elaboración le había costado seis largos años por los vaivenes, comunes en esa época, de la universidad estatal.

A esa sensación contribuía que no provenía de una familia de juristas; no era oriundo de la capital, donde se proponía ejercer; y en su etapa de estudiante se había dedicado a oficios que nada tenían que ver con su profesión. Llegó hasta a cuestionarse si habría valido la pena tanto esfuerzo.

Sus primeras gestiones procurando encontrar dónde trabajar fueron un estrepitoso fracaso. Su hermana, al verlo desesperado, conversó con un amigo que tenía su oficina en un emblemático edificio de la zona colonial. Así se estrenó como litigante y estaba ilusionado porque, al fin, recibiría sus primeros ingresos por la aplicación de los conocimientos que había adquirido.

Obstáculos al comienzo
Pensaba que sería un empleado normal del estudio sin compromiso con los gastos generados, hasta que se dañó la cerradura de la puerta principal. Simón, el secretario, al llegar del tribunal le presentó la factura. Tendría que aportar quinientos pesos por el 50% de su costo. Sabía que o lo hacía, o ahí terminaba su permanencia.

Su entusiasmo crecía y sentía que su aporte iba siendo valorado al igual que su reconocimiento en los corrillos judiciales. Eso sí, su jefe no perdía oportunidad de reiterarle que debía contribuir con el costo operativo del bufet.
Se puso nervioso aquella mañana cuando el doctor le dijo que quería hablar con él. “Nos mudaremos para Arroyo Hondo”, le dijo con voz alegre. Qué bueno, lo felicito. “El local cuesta un millón de pesos y debes aportar la mitad”, le dejó caer sin compasión.

Supuso que era una artimaña para separarse de él sin herirlo. Le dijo que le respondería la semana siguiente, pero adelantó que no visualizaba manera de poder asumirlo. Como el local era alquilado, le propuso que se lo dejara sin entregarlo al propietario para que no subiera la renta.

Su negativa fue radical. Al final accedió, haciéndole mil advertencias de que cumpliera a cabalidad sus obligaciones como inquilino. Suponía que recibiría la oficina como estaba. Cuando constató que solo un destartalado sillón quedaba en aquel espacio desierto, se echó en él y se preguntó: “Y ahora, qué haré”.