En toda sociedad civilizada, Estado y sociedad están compelidos a garantizar los derechos de la niñez y adolescencia, base y plataforma del futuro; pero en conglomerado donde se aspira a salvaguardar la convivencia es menester que se apliquen ciertas restricciones de orden penal asociadas en el caso de los menores a su capacidad de discernimiento.
El debate en torno a la delincuencia juvenil no debería dividirse entre los que reclaman apremio corporal para el menor en conflicto con la ley y los que consideran que las penas no resuelven el flagelo de la criminalidad.
Con el mismo énfasis que se reclama poner en marcha todos los programas económicos, sociales, culturales y de consolidación familiar que garantizarían formar y forjar una niñez y adolescencia conforme a los altos estándares de civilidad, se pide abordar con herramientas de ley el agobiante problema de la delincuencia juvenil.
Lo que se pide es restituir en el Código de Niños, Niñas y Adolescentes la figura jurídica del discernimiento, mediante el cual un juez asistido por profesionales de la conducta y trabajadores sociales determina si el menor infractor, entre 15 a 17 años, ha actuado como si fuera un adulto al planificar y perpetrar un acto criminal como homicidio, sicariato, robo agravado, asalto, secuestro o violación.
Si ese juez de lo preliminar considera que prevalece la condición de menor en conflicto con la ley, se aplicaría la normativa procesal señalada en el Código del Menor, pero si ha actuado con discernimiento, es decir como si fuera un adulto, entonces debería ser procesado en virtud del Código Procesal Ordinario.
No parece razonable sostener el criterio de que un menor definido como delincuente agravaría su condición si se le aplica sentencia de prisión o de restricción de libertad, pues si así fuera miles y miles de niños y niñas serían ya potenciales infractores de la ley penal, pues sus hogares se erigen en verdaderas cárceles.
Se admite que Gobierno y sociedad no cumplen todavía con su obligatorio papel de custodia o guardián de los menores, de garantizar servicios universales de educación, alimentación salud, diversión y seguridad dentro y fuera del hogar para niños, niñas y adolescentes, pero ese justo reclamo no se contrapone con la necesidad de legislar contra el menor delincuente.
El drama que representa el creciente número de menores que actúan con discernimiento al incurrir en la comisión de crímenes y delitos obliga al legislador a modificar la ley para que esos infractores sean juzgados como adultos, sin que ello conlleve ningún tipo de perjuicio para la salud física o mental de niños y adolescentes, aguijoneada por otros males económicos y sociales.
