Opinión Articulistas

Oviedo: Sus raíces

Oviedo: Sus raíces

Efraim Castillo

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Esos primeros años de vida, sin duda, establecieron en Oviedo lo que Ernst Gombrich señala en «Breve historia de la lectura» (1977): «El estilo tiende a permanecer constante mientras cubra las necesidades del grupo social». Afirmando «que las principales fuerzas del cambio estilístico son los avances tecnológicos y la rivalidad social».

Cuando el municipio de Barahona realizó un fervoroso reconocimiento a Oviedo (1992), el maestro expresó lo siguiente: «Aún sin saberlo, Barahona y el Sur siempre estuvieron bajo mi piel. Al pensar, al pintar, al hablar, toda esta asombrosa geografía de mar, plátanos, caña y café, vivía -y aún vive en mí- como un hermano siamés.

Esos recuerdos del olor a guarapo provenientes del ingenio, las ráfagas de vientos llenos de salitre, los largos e inmensos platanales diseminados en los caminos hacia Neyba, los ríos cayendo al mar desde el Bahoruco; en fin, todo lo que la geografía de mi niñez me señala, lo he guardado y transmitido en mi pintura cuantas veces he podido. Por todo esto, por este reconocimiento que me ha brindado Barahona, por esta nueva alegría de reencontrarme con mi Sur, es que les pido que acepten mis gracias desde lo más profundo de mi corazón» (Folleto impreso por Editora Alfa & Omega, 1992).

Es debido a esto que la obra de Oviedo estuvo emparentada (inclusive cuando se abrió a la figuración y a la abstracción pura) con esos elementos que, como personajes clandestinos, se introducían en su obra y ocupaban lugares de preferencia en sus trabajos murales: gnomos, insectos, tótems, etc. De ahí, a que muchos de los que dudaban de su capacidad para metamorfosear su pintura, nunca contaron con esos dos factores: el genético y el ambiental, los cuales incidieron vigorosamente en su discurso estético, formulando creaciones sin importar las voluptuosidades demandadas por un mercado como el nuestro, tan dado a los cambios modales.

Contrario a la mayoría de nuestros productores plásticos -que han permanecido copiándose repetidamente, o buscando nuevos estilos para responder a los vaivenes modales del mercado pict?órico-, Oviedo transitó una evolución coherente, constante y plena, a través de una idoneidad que jamás lo alejó de su discurso creativo, enraizado con su país y, sobre todo, con Neyba, Barahona y el sur, que representaron su hábitat, su pequeña mutterland, y se correspondían como un verdadero microcosmos, o como esa sustancia que aviva la lucha contra lo agreste, contra lo que tiende a olvidarse —lo casi perdido— y se extingue entre la cotidianidad y la historia, no obstante las contradicciones y prototipos enfrentados en el recorrido.

Esta es la importancia que reviste la formación inicial, la educación, la primera inyección cultural en la infancia del ser humano, esa «bildung» a la que Nietzsche dedicó tantas páginas en sus «Consideraciones intempestivas» (cuatro ensayos entre 1873-1876).

Entonces, que nadie lo dude, fue la formación asociada a la heredad genética y al hábitat, lo que construyó al pintor, al maestro Ramón Oviedo, un paradigma que revolucionó nuestra pintura.