De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, pero las de Marco Junio Bruto para participar en el complot que asesinó a Julio César, más que traición fue una muestra de deslealtad, hacia una persona que lo sacó de la nada y lo convirtió en un general de su entorno.
A lo largo de la historia de la humanidad, muchas figuras han sido señaladas como traidores, odiados por sus actos de deslealtad a su país, a sus mentores e incluso a su fe. Sin embargo, la motivación detrás de sus decisiones, siempre ha sido la ambición desmedida, generada por la mediocridad. Y punto.
El más famoso de todos los traidores conocidos por la humanidad ha sido Judas Iscariote, quien vendió a Jesucristo a cambio de treinta monedas de plata y aunque todavía se discute si su motivación fue el dinero o su afinidad con los romanos, la realidad es que las traiciones no tienen justificación alguna.
En la Divina Comedia, Dante retrata a Judas como el traidor máximo y le reserva el peor de los castigos: ser masticado eternamente por una de las tres bocas de Satán en el último círculo del Infierno.
Todavía más cerca de nosotros, en tiempo y geográficamente, el 3 de abril de 1882 el cobarde Robert Ford asesinó al forajido estadounidense Jesse James, al que disparó por la espalda con la intención de cobrar la recompensa que ofrecían por su cabeza: diez mil dólares de la época.
El asesinato por sí sólo no es lo grave, sino que James había salvado la vida a Ford en más de una ocasión y lo consideraba su mejor amigo. Recuerden que el disparo fue por la espalda.
Sin embargo, tras el asesinato Ford no solo no cobró la recompensa sino que estuvo a punto de ser colgado como miembro de la banda de James, lo que convirtió ese hecho en una lección moral asociada a su traición: las traiciones no tienen recompensa.
Esta última parte deben tenerla pendiente algunos colegas, de los que no menciono sus nombres, no por falta de valor, sino para no ensuciar este hermoso espacio, ni empañar el campo visual de nuestros lectores. Reitero, pero esta vez en latín: «¡Tu quoque, Brute, filii mei!»

