Este año 2025 que agoniza ha estado repleto de ofensas, crímenes, estafas, engaños, sospechas, venganzas y, sobre todo, traiciones. Y con el 2026 a punto de comenzar, el país tiene una magnífica oportunidad para practicar el perdón. Yo creo en el perdón, en ese ejercicio que aunque nos ata al recuerdo nos permite despojarnos de la amargura y del rencor. Más aún, creo que el perdón es el más extraordinario de los reciclajes humanos, al soltar el odio y la melancolía de la pena.
El perdón siempre proyecta lo mejor de nosotros y nos acerca más al self, al sí mismo y, por ende, a los otros. Al practicar el perdón nos llenamos de alborozo, formamos parte de un agasajo donde el espíritu y la carne se funden, se eternizan y nos convierte en el prójimo ideal.
Perdonar es más que un arte, es una solución ontológica, es la extracción de una inmensa fibra que llevamos dentro y que, al tocarla, brota llena de luz, aleteándonos y envolviéndonos de paz al extraer esa otra fibra que llamamos odio y que nos aleja de los demás.
Mientras el perdón es gozo, fiesta espiritual, el odio es oscuridad, resentimiento, exclusión. Esas dos fibras que pueblan nuestro ser pueden definir el ethos y lanzarnos a la historia de manera diferente: o como a Nerón o Calígula, que sucumbieron frente a las venganzas; o como a Jesús, que murió lleno de amor perdonando a sus verdugos.
La historia de cada civilización se ha definido por esas dos fibras: las civilizaciones del odio, del ojo por ojo y diente por diente; y las que han heredado el perdón a través del cristianismo, enriqueciendo la historia y humanizándola mediante la misericordia, el perdón y el amor.
Por eso, la materia de ángel que llevamos dentro siempre aguarda por la decisión de saber valorar el perdón y utilizarlo en los momentos precisos. Como Solón en el año 594 (a.C.), que frente a la crisis agraria que asolaba Grecia, tomó la medida de abolir las deudas de los campesinos, decretando que todos los esclavos por deudas fueran liberados (V. V. Struve: «Historia de la Grecia antigua II», 1981): o como Juana de Arco, que el 24 de mayo de 1431 sonrió a los que encendían la hoguera que la devoró; o como Juan Pablo II frente al hombre que atentó contra su vida en 1981, al cual perdonó frente a frente en 1983; o como Magali, mi hermana, que perdonó al orate desconocido, que la agredió a golpes cuando salía de su trabajo.
El perdón siempre debe remitirnos a la áphesis griega, a «ese dejarlo ir», a esa «remisión y absolución de una falta», porque el perdón comienza con una sonrisa y los ojos humedecidos de amor, y es entonces cuando las palabras y los estremecimientos brotan como luces. Sí, creo en el perdón, la más rica herencia legada por Jesús, la única señal de que dentro de nosotros existe una materia de ángel.

