odría decirse que Radhamés Gómez Pepín fue un director de periódico atípico, por su habitual forma de vestir (camisa mangas cortas, sandalias), lenguaje coloquial (en ocasiones chabacano) y su puerta de despacho siempre abierta. Para verlo bastaba con que su secretaria le hiciera el anuncio.
Muchos hablan del carácter duro de Don Radha, pero no fue un hombre odioso ni grosero. Con frecuencia se le vio reír a carcajadas. Eso sí, tenía autoridad y la combinaba con el carisma de líder, cualidades que pocos reúnen simultáneamente. No era orador, pero sí un verdadero artista de la palabra escrita. Sus pulsaciones merecen ser leídas por estudiantes de comunicación. Párrafos cortos, coherencia y un estilo altamente pedagógico.
Fue un excelente ser humano y hombre justo, defensor de las causas más nobles. Además, no he conocido otro director de diario tan democrático y plural. En las páginas editoriales de El Nacional, mientras él fue director, tenían cabida las más diversas ideas. Era tan abierto que llegó a publicar escritos en contra de su persona.
He leído muchas versiones de Radhamés Gómez Pepín con motivo de su fallecimiento. Cada uno lo describe a su manera. La imagen no es lo que uno piensa que es. La imagen es lo que los demás piensan que uno es. Y desde mi parecer Gómez Pepín, por su grandeza, es un inmortal del periodismo dominicano. Lástima que sólo los deportes tienen el privilegio de contar con salones de fama.
Gómez Pepín podría tener defectos, pero sus virtudes eran innumerables. Y hay una que hasta ahora —por lo menos eso creo— nadie ha referido: jamás he conocido una cabeza más independiente que la de el hasta hace poco director de este medio.
No hacía caso a chismes ni ningún ser humano, inclusive de su círculo íntimo, podía decir que influía en sus decisiones. Era imposible traficar influencias con Don Radha. Todo lo observaba con suspicacia.
Pero la historia de Gómez Pepín sería incompleta sin señalar su pasión por las mujeres hermosas, aspecto que incrementó mi simpatía hacia su persona. Nunca faltan quienes pretenden descalificar, pero sin éxito. A mí también —estaba en pleno apogeo– trataron de hundirme por esa razón, pero a los envidiosos no se les hace caso.