Todos estamos de acuerdo en la necesidad de aprobar una reforma fiscal. Por lo menos la gran mayoría de los sectores políticos, económicos y sociales, así lo creen. El problema es, ¿cómo y cuándo debemos hacerla?
No soy economista, ni pretendo serlo, mucho menos trazarles pautas a los profesionales del gobierno central ni de organismos internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, entre otros. Creo, sin embargo, que este es el momento, porque estamos retrasados ya que debió discutirse, consensuarse y aprobarse en el congreso, hace por lo menos un año, tal vez dos.
El proyecto presentado por el gobierno hace unos meses a través del ministro de Hacienda, Jochi Vicente, era inviable por no haberse consensuado o discutido ampliamente por los representantes de los partidos, los empresarios y del pueblo.
La mayoría de los funcionarios y los dirigentes del Partido Revolucionario Moderno compartían plenamente el proyecto; en el Congreso sucedía lo mismo, no solo entre los legisladores del oficialismo, sino de la oposición, que consideraron que era un buen caldo de cultivo para arremeter contra el presidente Luís Abinader. El rechazo al proyecto de reforma fue abrumador, de tal modo, que, en una sabia y correcta decisión, el presidente debió retirarlo.
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No significa que no era necesaria la reforma, sí que lo era. Y lo sigue siendo, ahora con más urgencia que antes.
Para dinamizar la economía, generar más empleos, aumentar significativamente el gasto de capital, generando riqueza y aumentando los niveles de desarrollo construyendo carreteras, autopistas, escuelas, hospitales, plantas eléctricas, presas, etc.
El gobierno necesita dinero para cumplir con todos sus compromisos sociales que son cada vez mayores. La deuda social del país sigue siendo muy alta. Los pobres, marginados de la fortuna, reclaman, con justicia, mejorar sus condiciones de vida espiritual y material, que es lo que le da sentido al Estado.
El gobierno no precisa de 500 mil millones de pesos, ni de 300 mil millones, de golpe y porrazo, ni en un solo año, necesita, con la prudencia y el tacto que aconsejan las circunstancias, entre 200 y 150 mil millones. Ahora bien, quién o quiénes deben pagar la reforma. ¡Los que más tienen, los poderosos, los verdaderos dueños del país, los que nunca se sacrifican por el bienestar colectivo!
La reforma no la pueden pagar los pobres, como suele suceder. No más impuestos para los pobres ni la clase media. La comida no puede ser tocada para evitar la inflación. El gobierno está en la obligación de proteger a los trabajadores de bajos ingresos, a las amas de casa, a los pequeños y mediados agricultores, a los pequeños y medianos empresarios.