Efraim Castillo
(I)
La razón de que el hombre sea un animal social más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara. La naturaleza no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, pose la palabra. —Aristóteles. La Política. 1,2. Uno de mis hijos me preguntó durante la campaña electoral del 2008 que cómo el hombre había aprendido a hablar. Para explicarle lo que había constituido el fenómeno más importante en la comunicación humana, la voz, le narré a través de una combinación donde mezclé invención y estudios científicos, que todo había comenzado con el australopithecus o australopitecino, el primer homínido bípedo de que se tenga noticia, quien poseía una capacidad craneana de entre 450 y 600 cm3, y que tras variar su dieta en tres grupos, debido a los violentos cambios climáticos del planeta (la carnívora, la pescetariana y la lactovegetariana), ganó grandes espacios de ocio motivados por la alta ocupación estomacal de prótidos, lo que dio paso a un crecimiento cerebral de alrededor de 350 cm3, alcanzando los 950 y provocando la mutación del gen codificado como MYH16, según las investigaciones de Bruce Lahn et al, del Howard-Hughes Medical Institute, que estudiaron 214 genes, en el 2004.
Desde luego, expliqué a mi hijo que esta mutación no había ocurrido de la noche a la mañana, sino que posiblemente aconteció luego de algunos cientos de miles de años, entre las interglaciaciones de Mindel-Riss (390 mil años), Riss o Illinois (290 mil años), Riss-Würm (140 mil años), y Würm o Wisconsin (80 mil años). Este nuevo espécimen, el Pithecanthropus, tenía un foramen magnum situado mucho más delantero y dio a la cabeza una postura más erguida, pudiendo desarrollar algún tipo de invención, como el mazo, por ejemplo, u otro tipo de tecnología rudimentaria. Narré que la alimentación a base de prótidos ricos en grasas había hecho retroceder, como enunciaron Bruce Lahn y sus investigadores, “el tupido haz de músculos maxilares que aprisionaban el cráneo y así el cerebro había podido crecer”.
Las investigaciones de Lahn arrojaron mucha luz en el evento evolutivo del cerebro humano, asegurando que “al mismo tiempo, los ojos, al acercarse sobre una cara contraída por el abultamiento de la frente, pudieron empezar a converger y a fijar todo cuanto las manos aprehendían, aproximaban y presentaban”. Mi hijo se extrañó de que el ocio, ese ocio al que los griegos consideraban sagrado, hiciera posible que el hombre diferenciara los trabajos y los dividiera: la mujer para criar, el hombre para cazar y sembrar, por lo que le dije que ese maravilloso ocio era el padre y la madre de la investigación serena, quieta, solitaria y creativa y que, gracias a él, en la apacibilidad de la caverna el ser humano pudo asistir a una extraordinaria etapa de socialización en su vida tribal.
 
                                     
            
            
            
            
            
 
                                
                                
                                
                                
                                