Opinión

Una nación soberana

Una nación soberana

Aunque el espíritu caótico y levantisco de caudillos de la montonera como Desiderio Arias sirvió de pretexto para la intervención de 1916, la causa de mayor peso para mancillar la soberanía fue idéntica a la que movió a las invasiones militares estadounidenses en Panamá en 1903, Nicaragua en 1909 y 1912, México en 1914, Haití en 1915: evitar con motivo de la Primera Guerra Mudial que potencias enemigas de Estados Unidos, pudieran accesar al Canal de Panamá o invadir la costa Sur del gran coloso del norte.

Pero desde una fecha tan temprana como la del primer cuarto del siglo anterior, en el Departamento de Estado hay plena conciencia de que la nación ideada por Duarte, no nació para colocarse bajo el yugo de nadie porque era pueblo de vocación soberana en capacidad de autogobernarse.

Desde entonces el encargado de Asuntos de América Latina, Ferdinand Mayer, le advirtió en un informe a su superior, el secretario de Estado Charles Evans Hughes, que con los dominicanos se hace más factible asesorar que controlar.

¿Por qué si sabían eso volvieron a acometer una segunda intervención militar?
Por el irrespeto con el que el embajador norteamericano, Tapley Bennett trató al presidente Molina Ureña y a los militares constitucionalistas que fueron a proponerles que mediaran en la guerra civil de 1965, diciéndoles que la única salida posible era la rendición, torpeza que condujo de nuevo a la toma de la más costosa y traumática decisión de política exterior: la intervención militar.

Otra lección que el Departamento de Estado tiene aprendida, cada vez que han pretendido marcar directamente el curso de los acontecimientos dominicanos han fracasado. Fuera del papel del presidente Jimmy Carter en las presiones para el respeto de la voluntad popular en 1978, sus injerencias han culminado en el arrepentimiento.

Auspiciaron el complot para matar a Trujillo, pero en la etapa más avanzada de la trama desistieron de ella, aunque de todas formas la voluntad del grupo que lo ajustició permaneció inquebrantable, pero consumado el hecho hubo lamentos porque se había propiciado un vacío difícil de llenar.

En la transición que siguió a la muerte del tirano, el más grande de los estadistas dominicanos de todos los tiempos, Joaquín Balaguer, desempeñó un papel inmejorable, alcanzando a cambio un trato vejatorio por parte de Estados Unidos, que culpándolo de la intentona golpista de Rodríguez Echavarría, lo colocó en lista negra y lo obligó al exilio, error que después de la muerte del presidente Kennedy fue enmendado.

Para Estados Unidos el hombre de la transición se llamaba Donald Reid Cabral, pero el que tenía arraigo en la predilección de los dominicanos se llamaba Joaquín Balaguer, y hasta ahora no ha habido político de mayor incidencia no solo por sus veintidós años de gobierno, sino además porque decidió las primeras elecciones democráticas, endosándole sus votos, sin pacto alguno, al profesor Juan Bosch, y, repitiendo lo propio en 1996, en el llamado Pacto Patriótico, con el PLD y su candidato Leonel Fernández.

Por el cuco de una supuesta incidencia comunista en el gobierno Bosch, la administración Kennedy propició su derrocamiento, convenciéndose después del error.

República Dominicana, como lo expresó Pompeo a Danilo Medina, es dueña de sus decisiones, siempre que se apeguen a la Constitución y a las leyes.

El Nacional

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