El terremoto del sábado en Haití, que por ahora ha dejado más de mil 400 muertos, miles de heridos y desaparecidos, es una tragedia que debe servir al liderazgo político para deponer animosidades, ambiciones de poder y procurar una sincera y verdadera unidad para enfrentar las dificultades de la nación.
La experiencia del pasado, en que las tragedias dividían más que lo que unían, debe superarse tras un momento tan doloroso.
El seísmo de 7.2 grados, que tuvo de epicentro a la ciudad de Los Cayos, dejó de lado la rivalidad sobre la convocatoria de las elecciones para el 7 de noviembre y los incidentes que han rodeado la investigación para esclarecer el magnicidio del presidente Jovenel Moïse, ocurrido el 7 de julio en su residencia.
El último episodio lo representa la renuncia del juez Mathiu Chanlatte, alegando motivos personales, quien había sido designado para instruir el proceso judicial.
Sin relegar la aclaración del alarmante crimen, ahora el liderazgo político haitiano, con el primer ministro Ariel Henry a la cabeza, lo que tiene que hacer es aunar esfuerzos para superar la desgracia representada por el terremoto.
Los dirigentes políticos y la sociedad civil enviarían un pésimo mensaje a la comunidad internacional, que se ha conmovido y despachado ayuda humanitaria a un país que, además de sus proverbiales necesidades, también es víctima de la pandemia del coronavirus.
El doloroso momento debe ser aprovechado por el liderazgo haitiano para revertir la mala imagen ganada por su permanente rebatiña de poder.