Acaba de celebrarse la 79 Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas en su sede, New York, Estados Unidos. Los temas que se conocen son comunes año tras año: “Cambio climático”, “La paz mundial”, “Agua”, “Energía”, “pobreza”, “Derecho internacional”, “Democracia”, “Derechos humanos”, “Alimentación”, “Salud”, entre otros. Se elaboran las resoluciones correspondientes, pero casi nunca, por no decir nunca, se dan cumplimiento a los compromisos asumidos.
Es que esos compromisos tienen que ser asumidos y enfrentados, con responsabilidad y puntualidad, por las 20 naciones más desarrolladas del mundo, las cuales tienen sus respectivas prioridades que para nada guardan relación con los problemas sociales y económicos de los países pobres del planeta, particularmente del África.
Ante esa realidad, surge la pregunta: ¿Vale la pena participar en las actividades oficiales de la Organización de las Naciones Unidas? Claro que sí, porque hoy día ninguna nación puede vivir aislada del resto del mundo y las relaciones diplomáticas entre los países facilitan intercambio y beneficio recíproco en múltiples órdenes.
El aislamiento de Venezuela y Corea Norte, para solo poner dos ejemplos, solo les conviene a sus autoridades, pero afectan significativamente a sus poblaciones.
Resulta reprochable, sin embargo, que algunos jefes de Estado tomen su turno oficial para arremeter contra la ONU, que tiene la virtud de ser abierta, plural y democrática, porque reúne a representantes de naciones de las más diversas ideologías, los cuales expresan su pensamiento sin censura de ningún tipo.
Es el caso de Javier Milei, por ejemplo, que en la reciente asamblea descargó insultos contra las Naciones Unidas, al calificarla de nido de comunistas. Milei, presidente de Argentina, es un extremista. Y los extremistas, sean de izquierda o de derecha, solo ven la paja del ojo ajeno y suelen sufrir de delirio de persecución.
Lo ideal sería que los presidentes o jefes de Estado elaboren discursos constructivos, de concordia, unidad, denuncien males y posibles soluciones y enfaticen virtudes, problemas de sus naciones, regionales y mundiales en el marco de la solidaridad.
Nayib Bukele, presidente de El Salvador, por ejemplo, resalta la pacificación de su país, al controlar las pandillas y encarcelar a sus miembros. Es un aspecto positivo, pero Bukele siempre dice lo mismo, como si El Salvador no tuviera otros problemas adicionales.
Nayib Bukele ha sido electo presidente en dos oportunidades de forma democrática, pero algunos aspectos revelan signos de autoritarismo al interferir en otros poderes.
De la 79 Asamblea General de la ONU hay que resaltar la excelente participación del presidente de la República Dominicana. De manera muy responsable denunció que una serie de países que se comprometieron a depositar dinero, para la operación de los policías kenianos en Haití, no lo han hecho, inconveniente que retrasa la pacificación del hermano país, el cual continúa controlado por pandillas que han destruido todo.
Las palabras de Abinader fueron muy oportunas, porque estos foros suelen ser tomados para la ofensiva contra República Dominicana, en el marco de la pretensión de ciertas potencias de que nuestro país cargue con todos los problemas de Haití.
Algunos han llegado al colmo de insinuar la fusión de ambas naciones, pero son los primeros en sacar como perros a los haitianos cuando llegan ilegalmente a sus respectivos territorios.
Nadie ha hecho por Haití lo que hace la República Dominicana. Leonel Fernández, en enero de 2010, cuando se produjo el terremoto, se puso al frente pidiendo ayuda al mundo para Haití.