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EL ARTE DE ESCRIBIR

EL ARTE DE ESCRIBIR

El Santo Grial de la escritura bien lograda es, probablemente, el sentimiento.

Es tal vez la naturaleza más oculta y más evidente a la vez, en los seres humanos y en otras especies no comprendidas.

 Es él el corazón mismo de la obra maestra.

 El sentimiento no sólo guía el discurrir de la obra sino que dispone su glorioso o penoso final. Se trata de lo más sincero que llevamos dentro.

Cuando se convierte en creación puede llegar al rango de alta creación.

 Quienes creen ciegamente en las puras técnicas del escribir, que sólo sirven para los primeros años de pos-analfabetismo, se desoyen a sí mismos.

Y se desdicen en un caudaloso vendaval de fracasos probables.

Este sentimiento no es la llave maestra para el logro prodigioso del trabajo creador. No.

El puede fallar, puede no acertar en el centro de la diana.

 Y en consecuencia, tiene que ser guiado por la razón que nutre el entendimiento, por la experiencia que pule lo realizado, por las intuiciones que le impregnan las luces necesarias a fin de que la espuma de las orillas, no impidan sentir la clamorosa extensión del océano.

La obra hay que sentirla antes de hacerla, tiene que dolerte y llenarte de felicidad, tiene que estremecerte aún antes de comenzar a ser una criatura realizarla.

  A eso es que llamamos sentimiento, que todo el mundo tiene.

Pero, en razón del ordenamiento que le ha dado el universo a la realidad, sólo una élite puede traducir con eficacia a  esos signos que llamamos palabras.

¿Cómo se puede producir un poema válido, capaz de conmover, desde la pura memoria de los autores leídos y regurgitados?

¿Cómo se puede  llegar a la alta poesía desde la mera elementalidad, desde la inofensiva profesionalidad, desde el  puro corretaje sin vuelo y sin alas de la nave creadora?

Hay que aspirar, sin otra herramienta que la fe, a la autonomía de vuelo, al vuelo de crucero que te otorga un espacio libre de afectaciones tutelares, libre de emulaciones subsidiarias aunque no necesariamente de influencias que tienen su importancia en la economía de la creación.

  Pero sin el sentimiento, esa antigualla que no puede perecer, que te asigna una fortaleza propia, que te dota de garras superiores, no hay nada qué buscar en el espacio ya casi saturado de los dioses mayores y menores.

  No todos pueden agregarle ese pimiento de violencia brutal a la poesía, a la novela, al cuento o al ensayo.

   De ahí que en muchos trabajos que se juzgaron valiosos por complacencia y por complicidad de época de un momento no quede ni el rastro visible de lo que dejaron.

  No los venció la ingratitud humana y su maldad.

Los dejó de lado el implacable tiempo, su propia realidad, su ausencia de contenidos capaces de estremecer, de conmover, de detenernos en el camino y dejarnos, pálidos en el desnudo de la noche.

  Esos atributos los aporta el  material con el que hemos estado neciamente trabajando en estas líneas.

El Nacional

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