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El Conde por dentro

El Conde por dentro

Pasos, en la calle El conde, muchos pasos, sinfonía de pasos; a veces merengue, a veces bachata, a veces música urbana, a veces jazz. Un ciego marca el compás con su bastón.

La calle El Conde empieza en las damas y termina en el alma.
Conde hacia dentro, Conde hacia afuera, Conde arriba, Conde abajo, Conde interior, toda ciudad crece hacia dentro en ese lugar en donde se esconden los sueños, lo más claro y lo más oscuro de la consciencia.

Condear, verbo creado por el poeta Héctor inchaustegui Cabral, es un verbo que describe la necesidad de ver y de ser visto, que padecen todos los que caminan por la calle El Conde.

Toda la historia del mundo pasea por estas calles: desde Penn y Venables, el conde de Peñalba, gobernadores e hidalgos, presidentes y lacayos, poetas y buscavidas, prostitutas, cardenales y obispos, héroes de abril, patriotas y traidores, fantasmas de la calle El Conde, sueños en las vitrinas, maniquíes del consumo, mercaderes de lo extraño, hay un conde para cada peatón y para cada peatón un sueño.

Charles Baudelaire, en su texto El pintor de la vida moderna, bautiza como flaneur, aquellos paseantes que vagaban fascinados por las calles y plazas de las capitales europeas.

Baudelaire, reivindica el placer de caminar sin brújulas y sin norte, sin GPS, caminar con la consciencia , de lo efímero de todo cuanto pasa, atento a la belleza que cruza a nuestro lado, en el ojo de la muchacha, en el temblor de la luz, en el cristal, en el rumor de los vendedores, en la mirada triste de los maniquíes y en la música que dibujan las palomas con sus alas y el acorde de tercera que anidan en el tendido eléctrico, cuerdas de una guitarra invisible que se escucha en todas las ciudades.

En el spleen de París, Baudelaire cambia de ciudad y de habitación sin moverse de sitio. La estancia fragante donde las paredes sueñan, la muselina llueve y las telas hablan en su lengua muda y deliciosa se transforma en cuchitril mohoso de muebles necios, la morada del aburrimiento eterno, imperio lleno de acreedores, concubinas y editores de actualidad. La vida implacable ha resumido su actual dictadura, y le azuza como si fuese un buey. Baudelaire no quiere ser buey.

Encuentra la eternidad en lo efímero, en los ojos de los gatos, la niebla fina de la noche y los oscuros muslos de su amante Jeanne Duval. Y con ayuda del láudano, detiene los relojes. ¿Qué le importa la condena eterna a quien ha encontrado, aunque solo sea un segundo, lo infinito del goce? Esa entrega al momento luminoso, eterno y a la vez transitorio recibe un nombre nuevo: Modernite.

Hoy lo moderno es no tener tiempo ni para salir de casa ni para leer poemas. Ni para vagar por las calles o emborracharnos por los cafés sin convertirlo en un anuncio de Instagram. Es sacrificar cada luminoso instante en el altar del entretenimiento eterno, un ejército de bueyes atrapados en un simulacro de realidad.

Calle El Conde al fondo y a la derecha del corazón, Conde interior, toda ciudad tiene rincones para reír, rincones para llorar, plazas para amar, oscuras esquinas para odiar y matar.

Algarabío en el centro de la ciudad. Escándalo en calle El Conde, la ciudad es una tormenta, música en el alma. Se apaga el Sol y se encienden las luces en las esquinas. Tras las ventanas sueñan y besan y aman y odian los hombres, paisaje interior, adentro es afuera.

Cruzar El Conde en dos pasos, Conde adentro, puerta abierta a otras puertas, puertas abiertas al ayer, al hoy, al siempre; calle El Conde que resplandece, ventana ciega, puerta que se abre y se cierra, espejo vacío, laberinto interior, cruzar El Conde en dos pasos.

Por Ángel Concepción
angelsinpantalones@gmail.com
El autor es creativo.

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