Está definitivamente establecido que la literatura infantil no persigue, ni debe perseguir, adoctrinar a sus pequeños lectores; tampoco persigue crear en los niños hábitos de higiene o comportamiento social. La lectura de cuentos, poemas, adivinanzas o novelas, propias para ellos, debe propiciar que nuestros niños disfruten la lectura y que la asuman como un asunto de su diario vivir.
Al final, el conocer mejor su lengua, entender lo que lee, tener su mente abierta para captar los fenómenos sociales y naturales que acontecen en su entorno, reportarán al chico lector saludables beneficios para su aprendizaje en la escuela y luego en los estudios superiores. Se ha comprobado que la principal causa de deficiencia de los estudiantes en todos los niveles de enseñanza se origina en lo que podemos llamar lectura atrasada, más que en cuchara atrasada.
El reconocimiento a la obra de por vida de un escritor dedicado a la literatura para niños y jóvenes constituye un notorio jalón en el proceso de maduración que vive esta rama del quehacer literario en nuestro país. Que nuestra literatura infantil alcanza la adultez se manifiesta en el volumen de obras publicadas, en la calidad de lo escrito y por la vinculación de las obras con el ambiente nacional, tanto en la vida citadina como en lo relativo a flora y fauna, sin que olvidemos un timbre muy distintivo de la identidad nacional: nuestras peculiaridades en el uso de la lengua española.
Nuestra literatura infantil tiene que seguir creciendo y somos quienes la escribimos los responsables de que esto suceda, y sucederá en la medida en que al escoger los temas para nuestras obras partamos de elementos locales para darle carácter universal, aplicar dominio de la lengua y adaptar su uso a los pequeños lectores sin menospreciar su inteligencia, conviene, además, contar a los niños historias que contengan magia y extrañeza y, si faltara algo, agregaría el deber de impedir que la literatura infantil sea tomada como paje de la didáctica.
Quienes escribimos literatura infantil debemos esforzarnos por demostrar a quienes la tienen como una literatura menor, que deben rectificar esa falsa apreciación. Es una literatura para menores, pero que conlleva un mayor esfuerzo creativo que cualquier otro trabajo literario.
Se me ocurre comparar la literatura infantil con la pediatría. Y pregunto: ¿Es acaso la pediatría una disciplina inferior con respecto a las demás especialidades médicas? A menudo, el paciente adulto cuenta historias y da explicaciones que permiten al médico una presunción de diagnóstico y muchas veces el diagnóstico mismo. Pero el paciente pediátrico no tiene nada que contar ni puede responder preguntas del especialista. El pediatra emplea todos sus sentidos para aproximarse a una calificación del estado de salud del bebé o infante, lo cual es tarea de alta complejidad.
Pienso que escribir para niños conlleva un esfuerzo superior, requiere una sensibilidad muy singular y hasta la escogencia de las palabras a emplear en el texto demanda un agudo sentido de identificación con el público. Se produce una consustanciación en la que el artista literario se convierte en niño, pero conservando su experiencia y sabiduría de adulto. A la obra literaria infantil corresponde la difícil función de sustituir las valiosas tradiciones orales que disfrutamos los niños de antaño, hoy desaparecidas.
Ese es uno de los objetivos del Premio Biblioteca Nacional de Literatura Infantil que fue recibido el pasado lunes por Eleanor Grimaldi Silié, por su trayectoria en la creación de libros que favorecen el desarrollo espiritual de nuestros niños, a la vez que los divierten, porque el libro infantil es un juguete, el más valioso y duradero de todos.