convergencia Opinión

El poeta sorprendido

El poeta sorprendido

Efraim Castillo

Allí estaba el poeta sorprendido observándole desde El Conde, y reflejando en su mirada las frustraciones vividas en aquella calle mancillada, aquella calle que trataban de alejar de su destino, de ser-el-corazón-de-las-protestas y testigo de cargo en el pendiente juicio de nuestra historia.

El Poeta Sorprendido, entonces, llevó a Pérez hasta la tienda de discos Musicalia y deteniéndose allí, secreteó algo que Pérez no pudo escuchar por el ronquido de aquella voz pastosa que alguna vez fue látigo y cincel. «¡Ah, las escorias, los desperdicios del arte y la sociedad! ¡Ah, los lúmpenes que de todos lados pululan alimentados por el sistema!», se dijo Pérez; y sacando de un bolsillo unas monedas se las dio al Poeta Sorprendido.

—¡Carajo, Pérez, qué bueno eres! —expresó jubiloso el poeta.
Pero Pérez no lo escuchó. Siguió escudriñando en su mente la colección de La Poesía Sorprendida que había sido facsimilizada por la Editora Cultural Dominicana y recordó algún poema de Franklin Mieses Burgos, el más completo y coherente de aquellos poetas agrupados bajo un mismo sueño.

«Sí», se dijo Pérez, «Franklin fue quizás el que mejor comprendió su mundo desde la plataforma del ser y el estar, de valorar y llorar»; y recordó el poema que Armando, uno de los hijos de Mieses Burgos, le recitaba de tarde en tarde en la calle Espaillat: «Yo estoy muerto con ella | inevitablemente desde donde su pena estremecida grita | donde un río como ella pasa callando siempre».

Luego Pérez, sin tratar de herir al poeta, preguntó:
—¿No podrías recitar algún poema de Mieses Burgos?
—Pérez, ¿deseas un poema de Franklin? ¡Pues aquí te va, amigo mío!

Sacando fuerzas para impregnar en su voz los sonidos de antaño, los sonidos de cuando frente a Trujillo -en las tardes literarias del Partido Dominicano- su voz era el trueno preferido, el Poeta Sorprendido declamó:
«Sin Mundo ya y Herido por el Cielo | voy hacia ti en mi carne de angustia iluminada, | como en busca de otra pretérita ribera | en donde serafines más altos y mejores harán por ti más | blando y preferible | éste mi humano, corazón de tierra. | ¡Oh, tú, la que sonríes magnífica y sublime | desde tu eternidad desfalleciente! En vértigo de altura dolorosa, | parte mi vida en dos como tus trenzas».

Y mientras la voz del poeta sorprendido ascendía y descendía entre los recuerdos y sonidos de su mejor época, los ojos de Pérez bajaron por la calle Espaillat hasta el mar, deslizándose entre el apretujamiento de las vetustas calles Arzobispo Nouel y Padre Billini.

Los versos de Franklin se filtraban al oído como esplendorosos garfios, mientras la voz del Poeta Sorprendido se quebraba, elevaba y caía tratando de dar lo mejor de sí, mientras las luces del tendido eléctrico palidecían con el subdesarrollo a cuestas y la madrugada anunciaba un nuevo día.
[Fragmento del Capítulo 9 de Currículum. El síndrome de la visa, 1982]