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En esta casa no

En esta  casa no

Todo se agravaba por la circunstancia política de su esposo. No era pequeña cosa tener, aun fuese un insignificante gesto, que pudiese considerarse como desagrado hacia un régimen que no concedía una mínima licencia contra sus férreos mecanismos.

La gente sentía espanto hasta de sus propios pensamientos. Si a eso se sumaba una relación sentimental con alguien vinculado al gobierno, entonces una disidencia podía tener gravísimas repercusiones.

Por el movimiento que percibió en las viviendas contiguas, sabía que algo estaba ocurriendo. Dudaba que su hogar fuera excluido del operativo que se realizaba, cuyos ejecutores permitían descubrir los intereses que representaban.

Eso la llenó de preocupación. No quería problemas de ningún tipo, menos de naturaleza política, ni por ella ni por su pareja, pero tampoco estaba dispuesta a abdicar de sus profundas convicciones. Era mujer indómita, lo que implicaba un gran riesgo en el contexto que la rodeaba.
Estar sola con sus hijos pequeños aumentaba su ansiedad.

Eso, no obstante, le insinuaba que, al mismo tiempo, era una oportunidad de poder actuar conforme a su criterio. La situación operaría en su contra si quien recibiera a sus inminentes visitantes fuera su acompañante de vida, persona maravillosa, pero de actitud distante de la suya respecto a una realidad política que a ella le asfixiaba y a él le oxigenaba.

Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando sintió el sonido seco de unos puños firmes golpear la puerta. Al entreabrirla, se percató de que lo había hecho un hombre fornido, bigotudo, con gorra cuya visera rozaba unas gafas oscuras que hacía imposible auscultar su rostro amenazante. Le acompañaban tres secuaces que parecían ebrios del coyuntural poder que concede la certeza de manipular vidas ajenas con las garantías ilimitadas de la protección que otorga el abuso institucionalizado.

Llevaban unas cajas de cartón cuyo contenido no era perceptible a simple vista y utensilios para fijar objetos en paredes de cemento o madera. -¿No está el señor de la casa?-, preguntó quien presidía la apabullante comitiva. -No, está en el campo cortando plátanos-, respondió con voz serena, pero incapaz de ocultar su miedo.

-Cuando llegue, dígale que estuvimos aquí colocando esto-, dijo, mientras uno de sus hombrecillos sacaba el objeto de la caja. -Llévese eso de aquí-, gritó ella ante la mirada incrédula de su interlocutor. -En esta casa no-, reclamó casi rabiando al tiempo que leía el mensaje insólito: “En esta casa, Trujillo es el jefe”.

Por. Pedro P. Yermenos Forastieri

pyermenos@yermenos-sanch

El Nacional

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