(Capítulo 27 de mi novela Testosterona split) 1921
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Estoy aquí, golpeando piedra sobre piedra bajo la mirada azul de un capataz yanqui que me odia no por ser dominicano y mulato, sino por gozarme a la mejor hembra de la región, imaginándose a Berenice mi mujer sembrándose sobre mí y rogándome que la embuta para sentir la calidez de mi miembro dentro de su vagina, mientras su clítoris lo raspa frenéticamente.
Pero nada, que estoy aquí golpeando piedra sobre piedra e ignorando que mi madre y Kamel me rogaron que no me registrara como picapedrero en esta cantera donde el sol despelleja la piel bajo la mirada azul de un capataz yanqui, que vigila cada descarga de mi mazo sobre la dura roca para convertirla en gravilla y caminos que enlazarán los pueblos de la provincia Meriño: Guerra, Bayaguana, Monte Plata y Boyá, a través de trazados de anchas vías. Y todo, que no quepa duda, para enlazar el país con ese Haití que ellos invadieron en 1915 y así poder combatir con facilidad a nuestros gavilleros y a los cacós haitianos que luchan para reivindicar la memoria de Charlemagne Peralte, el héroe asesinado en Puerto Príncipe por el capitán Hanneken y el teniente Button, tras la traición de Conzétal, según me explicó Juanín el Jabao, que ha dejado medio cuerpo en la cantera al ritmo del mismo ton-ton-ton de mi mandarria sobre estas rocas, que ya convertidas en gravilla se trocarán en pedazos de carretera y gavilleros y cacós asesinados.
Sí, cada descarga de mi mandarria sobre la roca convertirá en realidad las ordenanzas emitidas desde Washington para fiscalizar, más allá de las ventas de azúcar, a nuestros minerales y ríos; y eso lo sé, también, por Juanín el Jabao.
Por eso, ahora me entran deseos de llorar debido a la cerrazón de mis oídos, que ignoraron los ruegos de mi madre y Kamel, pidiéndome que me quedara en Bayaguana a la espera de tiempos mejores; pero no les hice caso por seguir las palpitaciones de mis genitales, señalándome los placeres que ofrecía la vagina de Berenice. Y ahora tengo que soportar las humillaciones de este capataz de mirada azul, apoyadas en una carabina Winchester.
—¡No me abandones! —me rogó mi madre, sollozando, mientras preparaba la valija—. ¡Aquí lo tienes todo! ¡No te vayas, por favor! ¡Recuerda que aún no te han entregado el diploma de bachiller!
Pero mi decisión estaba tomada y no hubo súplica ni llamado que pudiera frenarla. Porque, ¿cómo quebrantar mi decisión, si ésta contaba con la adhesión de Berenice? Y ahora sólo estaban ahí el sol, las piedras, la mirada azul del capataz, los fotingos, las mulas, los bueyes y mis sospechas de que Berenice se acuesta por dinero con los oficiales gringos del campamento.
—¡Eh!, you, negro, trabajar… trabajar! —me grita el capataz gringo, levantando la Winchester sobre su cabeza, cuando mis pensamientos vuelan hacia la cabaña que ocupo con Berenice—. ¡Nosotros pagarte por trabajar, coño!…