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Exclusión

Exclusión

Efraim Castillo

(Fragmento del capítulo 33 de mi novela «Testosterona Split», 2023)
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La primera exclusión, ese rechazo que te exceptúa del mundo e imposibilita tu voz; ese aislamiento que te fuerza a sentir conmiseración de ti y tus sentimientos; ese vuelco hacia la nostalgia de un sueño que creíste posible y se diluyó en la no-admisión de tu existencia, de tu naturaleza.

Eso fue lo que sentí en carne viva a los seis años, cuando los vecinos (que se decían amigos de mis padres blancos) y los profesores me observaban como a uno de los «otros», como a uno de los «diferentes», como a uno de los odiados centinelas de la agresión y la barbarie.

Las otras exclusiones, inmersas en la sospecha de que era extranjero y practicante del vudú me las fueron agregando poco a poco, a medida que crecía con un apellido que por más vueltas que le daba, no se ajustaba a mí. Comprendí entonces qué significaba la reclusión dentro de uno mismo cuando me interné en los recodos de la filosofía y sentí, como mías, las exclusiones practicadas por los holandeses a Baruch de Spinoza debido a su condición de hebreo, así como por la propia comunidad judía que lo expulsó de la sinagoga portuguesa de Ámsterdam, bajo la acusación de antijudío.

Descubrí, tiempo después, que los odios no sólo carcomen la razón y la vulneran a los desatinos, sino que éstos, cuando se asocian a la cultura del arrebato, convergen con la violencia, con la ceguera y el frenesí. Pero fue tras esa primera exclusión donde lloverían sobre mí los gritos de:
—¡Haitianito de mierda, vuelve a tu cueva inmunda, aléjate de nosotros!
Y lo más vergonzoso:
—¡Vete de nuestra escuela!
Eso activó mi sentimiento de autocompasión. Pero recuerdo que desde ese dolor surgía la voz consoladora de la santa mujer que me crió y a la que llamaré siempre madrecita. Por ella, mi dolor se repartió entre su voz y la lectura; entre su canto y mis sueños; entre su sonora risa y mis sorpresas.

Y así crecí: como una sombra al acecho del sol; como un eco reverberando entre el bosque; como una espina pujando por brotar; como un fuego convulsionando entre llamaradas. Y pude odiar la palabra «negro», no como una simple expresión de color, sino por todo lo que ella implicó en esa infancia que pude amasar como harina de otro costal (¡pero que no hice!) y nunca la separé de mí, sino que la guardé entre mis estremecimientos como un símbolo de pasión y orgullo.

Porque, ¿cómo esquivar lo obvio, lo que no puede transgredirse ni medirse como calcomanía u ofuscación? Lo «negro», como locución de desprecio, nulidad, espanto y servilismo, estaba edificado sólo para mi exterior y sabía que sería desde mi interior cuando podría desalojarlo como un mueble sin importancia. Y la oportunidad la alcancé cuando manipulé mi voz como una repercusión para alcanzar los cielos; desorganizando el color en una fonética de ondulación y destellos.