Semana

La ciudad: ese pastel urbano

La ciudad: ese pastel urbano

La miseria a la que ahora todos nos exponemos y enfrentamos a diario, es a que la cara citadina tiene un acné total, un acné que es una pesadilla, y que sólo nos resta rascar, rabiar, o constituirnos en budistas encerrados en un cajón de metal (carro).

Ricos, clase media (noble retahíla), clase baja: al atolladero, acostumbrada, y desarrapados sociales de toda laya, todos ya comen del pastel urbano. Comen, por obligación, hasta el hartazgo; y comen hasta que se ingurgitan en demasía, del tapón, de la bocina que destaja el tímpano, del DIGESETT que hace atrabiliario el tránsito.

Ese pastel se compone de un coctel al que, cada día más, menos ciudadanos quieren exponerse, ya que implica inseguridad (que ayuda a crear estilo al volver la cara para escuchar el motoconchista y tratar de contrarrestar el asalto), taponamiento, falta de servicios esenciales, una contaminación sónica que manda madre.

Este pastel urbano tiene un único “supiro” (una moña estelar, un merengue) que sabemos al salir de casa o del trabajo, será banderola la tardanza, que gran parte de nuestra vida se irá teniendo el trasero en un asiento, y las manos, cual pulpo derrotado, a un volante.

La ciudad, hará unos 15 o veinte años atrás, ¿qué era? El paraíso, si a aquella se le compara con la que ahora enfrentamos. A esa ciudad de antaño aún no la había tocado el desarrollo, que hace recordar tanto la incomodidad del subdesarrollo.

De ahí que los ricos y la clase media se podían pasear y disfrutar (en lo orondo encaramados) de sus calles en sus cómodos y lujosos vehículos, acudir a sus restaurantes cortados por lo fino, y lugares exclusivos donde era extraño el mulataje, como mandaba el librito de clase y sus más conspicuas páginas.

Pero, ya todo se ha democratizado, y los taponamientos les han tocado a everybody. (Todos, en mayúscula). Un ciudadano, de Naco, Piantini, que vive en la más solemne torre, tiene que convivir y toparse en una calle o avenida con un ciudadano del ensanche La Fe, Villa Juana, Villa Mella.

De la misma forma que la brecha salarial entre los de arriba y los de abajo ha ido agigantándose, de ese mismo modo el espacio vital en que deben compartir los citadinos ha ido achicándose.

El parque vehicular ha crecido, exponencial y arrebatadoramente, más las calles se han vuelto cada día más chicas. Si Nueva York fue definida como una selva de asfalto, la ciudad nuestra está más cerca de ser una selva del bocinazo, del desorden, peor que la primera, pues la nuestra ofrece abyectos zarpazos, pocos espacios verdes, un transporte público de espanto.

Ya no hay vuelta atrás: ya nadie podrá devolvernos el gusto por la epopeya que era recorrer la ciudad en cuatro ruedas, sentir la velocidad del vehículo desplazándose, el acelerar hasta abajo y tener el orgullo de gastar la gasolina al sentir que uno se desplaza en un vehículo de alta gama.

Al lado del Mercedes Benz está el vehículo en pleno destartale. Es como si en un club de golf una dama encopetada se encontrara con quien considera una persona que no está a su nivel.

Además de estar encerrados en sus apartamentos de lujos, en los residenciales, ahora los más pudientes tienen que encerrarse en sus vehículos por horas. Es similar al mito de Sísifo, ya que nuestro ciudadano está condenado a estar además de encerrado, apegado al asfalto y a estar inmovilizado.

Estratagema o plan que se establezca, fallidos serán, fallecidos en el intento, pues no hay GPS, WAZE, que valgan.

Puedes leer: Retornará congestión en el tránsito tras festividades navideñas  

La miseria antes se componía en cinturones de barrios o de caseríos pobres alrededor de una geografía privilegiada.

Para algunos, eso era un lunar, invisible a veces. Ahora la miseria a la que nos exponemos y enfrentamos a diario todos, es a que la cara citadina tiene un acné total, un acné que es una pesadilla, y que solo nos resta rascar, rabiar, o constituirnos en budistas encerrados en un cajón de metal (carro) que se arrastra, y al que se le niega la posibilidad de la velocidad, una de las maravillas que, en bandeja diabólica, brinda el capitalismo.

El autor es periodista y escritor.