Reportajes

La exhumación de Franco

La exhumación de Franco

Tumba y poder estrechan sus vínculos cuando una sociedad reflexiona sobre el rechazo o la veneración que le merecen personajes determinantes de su historia. Visitar un mausoleo o un panteón de ilustres no es sólo un ejercicio de valor historiográfico, es también un modo de entender cómo se administra y piensa el pasado desde las instituciones.

Entre los efectos que acompañan a los cambios de sistema político se encuentra la redefinición del ámbito de lo simbólico. Decidir que vidas merecen ser “lloradas” de forma pública es una acción política de gran transcendencia. La vida de un cadáver acaba cuando finaliza el duelo, pero hay duelos que exigen el paso de varias generaciones.

La presencia o ausencia de algunos cadáveres puede inspirar procesos revolucionarios (pensemos en el significado dado al cuerpo de Eva Perón), frenar las ambiciones de transformación (el sentido que para Kruschev tenía el sepulcro de Stalin) o afectar a la concordia nacional y por eso su repatriación sería objeto de grave discusión (el caso de Trujillo).

Hoy se plantea la exhumación de Franco y en mitad de ese debate, que deambula de lo banal a lo profundo, surgen las preguntas que reabren los expedientes cerrados de la historia española.

El Valle de los Caídos es la basílica donde reposa Franco y junto a él, José Antonio Primo de Rivera (uno de los ideólogos del pensamiento falangista). Las paredes del recinto albergan una gran fosa común que cuenta con miles de huesos de combatientes de ambos bandos de la Guerra Civil, que fueron arrojados con el deseo de una “reconciliación” más allá de la vida terrenal.

Convertir el Valle de los Caídos en un museo dedicado a la conservación y transmisión de la memoria de la Guerra Civil podría ser una vía interesante para resignificar un monumento que desata pasiones enconadas. Pero, junto a la razonable “musealización” de un espacio de daño, surge una interrogante cuyo calado es impredecible: la indagación en las raíces de la democracia y su sustrato.

El proceso transicional español representó el paso del autoritarismo a un sistema representativo y pluralista, convirtiéndose para sus defensores en un modelo “exportable” a otras realidades. Sus protagonistas recibieron honores y olvidos, pero con la conciencia del deber cumplido.

Podría definirse como un ejercicio de concesiones mutuas, pero con el control del poder por parte de estamentos y figuras ligadas a la dictadura. Un acuerdo entre las élites en el que las voces del interior fueron dominantes frente a las del exilio.

La transición recibe críticas de aquellos que la interpretan como una operación de amnesia e impunidad. Un reproche que puede formularse del siguiente modo: la transición quedó inconclusa. Y entre los capítulos por cerrar estaría la retirada de la tumba de Franco de un lugar de culto.
España encontró en el terreno de la estética y en el debate de los historiadores los espacios públicos propicios, tal vez los únicos existentes entonces, para la elaboración del recuerdo de la República, de la Guerra Civil y del franquismo.

En el campo del derecho se optó por la amnistía y hubo que esperar hasta el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para la elaboración de una ley de memoria histórica (aprobada en 2007).

Pedro Sánchez asumió en junio de este año la Presidencia del Gobierno después de una moción de censura dirigida contra el expresidente Mariano Rajoy que mereció el respaldo de distintas fuerzas políticas.

La debilidad de los apoyos incita al actual gobierno a tomar medidas simbólicas, ya que poco puede hacerse con un presupuesto heredado y con unos socios cuyas agendas son contradictorias.

Por varias razones, la exhumación de Franco altera el tablero de juego de la política española:
1.- Resta apoyo electoral a la derecha ya que permite denunciar complicidades no siempre ciertas con la dictadura.

2.- Obliga a la izquierda no encuadrada en el Partido Socialista a respaldar al Gobierno.
3.- Provoca cambios en el relato de los independentistas que han convertido a Franco en una figura que reaparece en sus soflamas con el fin de teñir de dudas el funcionamiento del actual estado de derecho.

Cabe pensar que el gobierno encontrará justificaciones más allá de la lógica partidista para buscar complicidades con la ciudadanía. Una combinación de discursos con tono épico o jurídico, pero siempre con fondo ético, que tratarán de afianzar el respaldo de los concernidos y lograr el favor de los indiferentes.

Tendrá que hacer frente al rechazo de la familia del dictador, a la posición de las autoridades eclesiásticas y a la posible “tribunalización” de la controversia (al ser aprobada por Real Decreto Ley sólo cabe recurso ante el Tribunal Constitucional). Quedan por despejar algunas dudas, entre ellas,el sitio elegido para reubicar los restos de Franco.

En mayo de 1914 el filósofo José Ortega y Gasset impartió una conferencia con el título “Vieja y nueva política” que supuso una impugnación del orden de su época. Fue un ejercicio de retórica cautivador que contiene una afirmación que deja al lector en una conmoción que se perpetua a través del tiempo: “Hay que matar bien a los muertos”.

Esta vez se trata de enterrarlos bien y en lo que significa ese bien, España se juega su salud democrática. La memoria no debería depender de la aritmética parlamentaria.

El Nacional

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