Una familia que aprecie los valores de unidad, respeto, convivencia, jerarquía, independencia, disciplina e integridad, difícilmente acepta la intervención o injerencia de vecinos en la resolución de conflictos generados entre sus miembros porque siempre la preservación de la institución será más importante que los intereses de cada cual.
República Dominicana es como una familia, dotada de todas las formalidades jurídicas y políticas que garantizan la plena participación en forma individual o colectiva de sus miembros en el abordaje de cualquier conflicto social, político o económico, cuya solución siempre deberá estar en consonancia con la Constitución y las leyes.
A lo largo de la historia, gobernantes, líderes y dirigentes incurren en el error de conferir a vecinos excesiva autoridad interventora en los asuntos internos, incluso en conocimiento de que tales injerencias colisionan con sagrados principios de soberanía, independencia y autodeterminación, que ha sido causa en más de una ocasión de invasiones militares, repelidas con valor y dignidad por buenos y verdaderos dominicanos.
Es verdad que la República no puede divorciarse de principios fundamentales que norman el derecho internacional, especialmente lo relacionado con los derechos humanos consagrados en la Carta de Naciones Unidas, pero la custodia o veeduría de esos preceptos por gobierno u organizaciones extranjeras no puede atropellar ni suplantar instituciones soberanas nacionales. Todo tiene un límite.
Buena o mala, la sentencia del Tribunal Constitucional que define el alcance de la nacionalidad dominicana, ha sido emitida por un órgano jurisdiccional del Estado, instituido por el Constituyente Nacional, cuyo cumplimiento tiene carácter obligatorio, aunque el Gobierno ha hecho el compromiso de no lesionar derechos humanos.
A los dominicanos les asiste la prerrogativa de censurar o respaldar esa sentencia o de procurar que por vía administrativa o por leyes que no colisionen con ese edicto, se alivien sus efectos o que se aplique de manera firme y decidida, pero ningún gobierno extranjero, persona o institución foránea, tiene derecho a mancillar el buen nombre del gentilicio dominicano ni a proferir burdas amenazas.
República Dominicana será objeto esta semana de encarnizados escarnios por parte de procónsules y mercaderes imperiales que piden que las grandes metrópolis inclinen el índice en señal de lapidación por el pecado de ejercer y defender su fuero soberano. El Gobierno tiene el compromiso de defender a la nación del infundio artero y reiterar allende los mares que aquí la democracia la sustenta un Estado social de derechos.
Más que la flagelación de que se inflige al gentilicio nacional, duele saber que no pocos dominicanos proveen al verdugo del látigo, bajo la falsa creencia de que así impiden que aquí se asiente una especie del Tercer Reich o que se instale una comunidad de apátridas.

