Santo Domingo.- En principio queríamos vivir en Colombia o Perú, pero nos tocó vivir en Bolivia, en La Paz, en la capital más alta del mundo. Allí fue preciso reducir el ritmo al caminar por sus accidentadas calles, aún así la respiración delataba el esfuerzo que hacían nuestros pulmones. En principio daba dolor de cabeza subir al tope, a 4,100 metros sobre el nivel del mar.

Luego fue cosa cotidiana y el cuerpo hizo sus esfuerzos por acostumbrarse. En esa ciudad de poco verde me sentí feliz. Muchos motivos tuve.

Nos tocó vivir en un cerro, rodeados de formaciones rocosas. Desde allí teníamos una amplia panorámica de gran parte de esta particular ciudad.

Hoy, a tres meses de estar lejos de Bolivia, aprecio aún más todo lo que viví allí: el contacto con los indígenas y sus típicos vestidos y con su interesante cultura. Mantienen vivas muchas tradiciones alrededor de sus sagradas hojas de coca, de la espiritualidad del lago Titikaka, las ceremonias a la Pachamama entre muchas otras.

Allí no era posible que siguiera con aquella rutina de hacer una, otra y otra actividad sin tomar un descanso. Me relanticé. Apagué el botón de la prisa y eso me permitió vivir más presente, disfrutar más del aquí y el ahora, de vivir más el estar que el hacer.

Caminando sin prisa fue como alcancé a leer un letrero de un espacio de meditación. Caminé unos pasos, entré y a partír de ese día cambiaron muchas cosas en mí: revisé mi mochila y aligeré la carga, al sacar kilos de pesos que no me correspondían.

Comencé a vivir nuevas y mejores rutinas en las que trabajo mis emociones y mi capacidad de estar consciente. Todo eso lo buscaba desde hacía mucho, lo intenté en cada país que viví. Fue perfecta La Paz de Bolivia para lograrlo.

Por: Mary Leisy Hernandez
Marilei@hotmail.com