Aristóteles, un señor que es famoso desde hace siglos por el solo hecho de ocurrírsele pensar, habría que incluirlo entre los culpables de la discusión.
Pues ese pensador griego aún admitiendo que la autoridad debía emanar del conjunto de la sociedad por medio de decisiones racionales y no por la gracia de Dios, no creía que el sistema democrático pudiese ser aplicable a gran escala. Decía que la creación de un orden para un número infinito es una tarea para el poder divino.
La semilla sembrada por el griego permaneció sin germinar hasta el experimento democrático a gran escala de la sociedad estadounidense. En 1748 el barón de Montesquieu publica El Espíritu de las Leyes, libro en el que establece dos conceptos fundamentales: la separación de los poderes y la teoría de la ley. Según cuentan, solía decir que la ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie. Pero hereda el concepto aristotélico de imposibilidad de la aplicación de la democracia a gran escala con el argumento de que si la capacidad de auto-contención es el principio básico de una república, entonces sólo puede haber repúblicas en Estados pequeños porque sólo así es posible lograr la necesaria educación republicana.
Desde la publicación de El Espíritu de las Leyes habían transcurrido 39 años cuando en 1787 James Madison establece lo contrario con el argumento de que en una sociedad pequeña los intereses y los partidos no serían muy distintos y la mayoría podía constituirse de un número menor de individuos con las posibilidades para invadir los derechos del otro.
El invento de una democracia a gran escala a partir de las 13 colonias con separación de poderes y la ley como la muerte se hizo verbo y carne en lo que su nombre como república significan los Estados Unidos. En Iberoamérica, los hacedores de los Estados decidieron repartir la finca entre los actores del escenario colonial. Como diría Bolívar: la gran Colombia (luego fragmentada en Colombia Venezuela y Ecuador) caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos de todos los colores y razas. Aquellos que sirvieron a la revolución, surcaron los mares. Solo una cosa se puede hacer en Suramérica y es emigrar. ¡Qué profético!