El papa Francisco y y el expresidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, pasarán a la historia no solo como los líderes espirituales y políticos más excéntricos y carismáticos, sino como los más auténticos. Con mucho en común, la vida de ambos fue un homenaje a virtudes en decadencia como la sinceridad, solidaridad y lealtad a los principios.
En estos tiempos de justificadas desconfianza y frustración con gobernantes, ideologías, partidos políticos, iglesias y organizaciones cívicas, Francisco, quien murió el 21 de abril, y Mujica, el 13 de este mes, fueron la excepción por su coherencia.
Al proclamar que le gustaría una iglesia pobre para los pobres, el papa Francisco fue el primero en renunciar a las comodidades reservadas a los jefes del Vaticano. Además de trasladarse del Palacio Apostólico a un hospedaje más modesto, el Pontífice donaba su salario de 32 mil dólares mensuales. La justicia social, la libertad, el derecho a la felicidad y el respeto a la dignidad estuvieron en el centro de sus prédicas, gracias a las cuales y a su estilo modificó la moral de creyentes, ateos y el crédito del catolicismo.
Mujica ha sido el líder político más excepcional de estos tiempos. Aunque fue guerrillero, guardó prisión y fue torturado, desde el poder, antes que la venganza, optó, como Mandela, en promover la conciliación para impulsar reformas en beneficio del desarrollo social y económico de Uruguay. La facilidad para generar empatía con frases que calaban en los auditorios, la gran lección de Mujica la representó su coherencia. Predicaba, como se dice, con el ejemplo.
La austeridad con que vivió no tiene por qué compartirse, pero era lo que él entendía que lo hacía sentir bien. A pesar de las limitaciones o los rigores que se impuso, incluso siendo presidente de Uruguay, jamás se consideró una persona pobre porque decía que tenía más que lo necesario para subsistir. Hasta el último día no dependió de nadie más que de él mismo. Consciente de que estaba en las últimas tranquilizó a sus huestes con la frase de que “el guerrero tiene derecho a su descanso”.
Mujica, a quien una izquierda regional apenas toleraba, y el papa Francisco, que en común tenían hasta dos reliquias más propias de museos o de colección que de medio de transporte, como el Volkswagen modelo 84, de uno, y el Renault 87, del otro, dejan con sus muertes un vacío y un legado tanto para los líderes espirituales y la clase política como para todas las personas.
La coherencia o lealtad a los principios inspiran más seguridad y confianza que la ostentación o la demagogia. Nadie cuestiona la autenticidad de ninguno de los dos, quienes construyeron sus imágenes sobre el ejemplo y no sobre la demagogia o el espectáculo.