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Julio Martínez Pozo

A quién culpar de la crisis peruana? ¿Al maestro rural del sombrero chotano patéticamente incompetente para encabezar el gobierno, ampliamente votado en suicida expresión de enojo contra la clase política? ¿A la reforma constitucional aprista de 1979 que deja a un presidente abierta la posibilidad de anular un congreso que le resulte adverso?.

Esa senda caótica que en la crisis actual cuenta más de veinte muertos empezó a fraguarse en la década perdida con la frustración que representó el primer gobierno de Alan García, un orador de encantos, aferrado a ideas económicas y sociales que donde quiera que se han puesto en escena no han hecho otra cosa que empobrecer.

Aplicando el manual que Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza definen como el del perfecto idiota latinoamericano, decretó una moratoria en el pago de la deuda externa, un proceso de negociación o de imposición directa a los acreedores y una limitación de las erogaciones del presupuesto público para el pago de la deuda que no excediera el diez por ciento del PIB.

Sus resultados ostensibles fueron tres: hiperinflación, corrupción e inseguridad ciudadana, agravada por el agigantamiento del terrorismo de Sendero Luminoso y de los Túpac Amaru, lo que hundió el prestigio de la agrupación de izquierda democrática de mayor arraigo en América Latina: Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), inspirada en Víctor Raúl Haya de la Torre.

Superado el medio siglo de existencia, APRA nunca había llegado al poder, y, al lograrlo, esperanzó como nadie a los peruanos que al poco tiempo quedarían frustrados. Con el desprestigio del APRA se hundió el sistema de partidos y dos outsider fueron colocados a la cabeza de las opciones electorales polarizantes: Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori.

El último dominó la contienda y se empleó en reducir a Sendero Luminoso y en controlar la inflación , así como traspasar al sector privado empresas públicas, contribuyendo a crear prosperidad. Fujimori acrecentó su popularidad y la empleó para usar la facultad que le dejaba abierta la constitución de 1979 para abolir el Congreso. La acción lo catapultó.

Pedro Castillo quiso hacer lo propio sin percatarse que no tenía ni el valor, ni los votos ni los fundamentos constitucionales.

Para usar el mecanismo que contempla el artículo 134 de la Constitución , Castillo necesitaba que tres Consejos de Gobierno, hubiesen recibido el rechazo congresual ,que no ocurrió, pero además contar con el apoyo de los militares, de su gabinete y de una maquinaria política bien afincada. Sin nada de eso se aventuró al autogolpe y fracasó estrepitosamente.

El Congreso, que tiene potestades para vacar al presidente en caso de que conspire contra la Constitución, puso fin a su mandato, no así al orden constitucional porque designó en su lugar a quien correspondía: la vicepresidenta Dina Boluarte.

Pero además de dejar brecha abierta para que el presidente anule el Congreso, y para que éste pueda hacer lo propio con el presidente, hay manos libres para que jueces y fiscales, por cualquier investigación judicial, hagan pasar a cualquier mandatario del solio presidencial a la cárcel.