¿Pena de muerte?
El fantasma de la pena de muerte recorre el territorio. Esa figura fantasmal se manifiesta en dos aspectos: en lo real y en lo legal. En lo real se materializa cuando las fuerzas del orden deciden “darles para abajo” a ciertos presuntos o reconocidos delincuentes.
Expresan así su inconformidad con la alegada facilidad con que ciertos criminales salen de las cárceles. Acusan al Código Procesal Penal y sus garantías de esas ocurrencias. Algunas de esas autoridades piensan que los delincuentes se burlan de sus esfuerzos investigativos. Esa práctica debe terminar.
El pujo de la aparición del referido fantasma de la pena de muerte en lo legal surge cuando se producen horrendos hechos de sangre, ya sean asesinatos o intentos frustrados contra figuras socialmente relevantes, ya sean nacionales o extranjeras.
El caso más reciente que ha desencadenado a esa fantasmagoría, fue el atentado contra el inmenso héroe baisbolístico y celebridad mundial David Ortiz. Este gran dominicano y ex toletero de los Medias Rojas de Boston se caracteriza por su humildad de alma y su generosidad frente a la desgracia de los desarropados. Una acción de sicariato lo hirió gravemente, pero por fortuna sobrevivió.
Es una prueba más de cuánto mal pueden hacer algunas escorias sociales, que no respetan nada ni a nadie.
La solicitud del establecimiento de la pena de muerte en nuestro país es un grito de desesperación de algunos sectores sociales. Sufren de pánico, de inseguridad ciudadana y de una especie de estrés post traumático frente a las sangrientas noticias.
Resulta evidente que esas solicitudes de aplicación de la pena de muerte son exabruptos. No tienen conciencia de las consecuencias socio-políticas de sus pedimentos.
Está probado que la pena de muerte, como el agravamiento de las penas privativas de libertad, no resuelve nada. Ni disminuye los hechos criminales ni protege a las personas. Más bien refleja la rabiosa impotencia de la sociedad por la ineficacia de las políticas públicas de combate a la delincuencia.
El artículo 37 de nuestra Carta Magna prohíbe terminantemente la pena de muerte. Por tanto, toda ley que permita esa sanción capital, es nula de pleno derecho, conforme al principio de la supremacía de la Constitución y por subvertir el orden constitucional, conforme a los artículos 6 y 73 de la Carta Magna.
Para consagrar aquí la pena de muerte, hay que modificar el Pacto Político.
Yeso sería un garrafal error. Una vez que esa maquinaria de muerte comience a liquidar a delincuentes, nadie sabe hasta dónde llegará con su guadaña implacable.
Podrá alcanzar a políticos, empresarios o simples ciudadanos de a pie que se vuelvan incómodos para algunos gobernantes de turno, con aires de trujillitos.