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Terremoto del 1946 hizo desaparecer poblaciones completas del nordeste

Terremoto del 1946 hizo desaparecer poblaciones completas del nordeste

Yo era niño. Mi vida pasaba por ese período del cual se asegura no se guardan recuerdos. Increíblemente, conservo las vivencias de la estremecedora sacudida del 4 de agosto de 1946.

Estaba de pie, en el dintel de una puerta del negocio de mis padres. Ante mis ojos, la calle Dr. Teófilo Hernández ondulaba. La estructura de la vivienda proyectaba la sensación de removerse en los cimientos. Latas y botellas traqueteaban en los aparadores del establecimiento.

Esos recuerdos jamás se borraron. Ni siquiera cuando adulto hablé con Faustino Vásquez en Matancitas o Francisca Frías en Nagua. Él, más joven; ella, persona bien adulta sin por ello concebirla vieja.

Al invadirme la angustiosa sensación de pérdida del equilibrio, en la prima tarde de aquel domingo, grité lleno de pavor. Esa reacción, por supuesto, no la comenté con Faustino y aún menos con doña Francisca.
Papá, situado tras el mostrador, saltó sobre él y acudió a abrazarme. “Es un temblor, no es nada”, comentó.

He conocido muchos temblores con el correr de los años. Y ninguno ha repetido la sacudida de esa tarde.
El epicentro se situó a 140 kilómetros en línea recta de La Romana, en la fosa de Milwaukee. Por carretera, no existente desde mi pueblo natal, a más de 200 kilómetros. La fuerza del temblor conmovió toda la isla de Santo Domingo.

Unos metros del litoral Norte están en las profundidades de la fosa de Milwaukee, a cerca de seis mil metros. Porque la sima de esta hondonada del Atlántico es tan profunda como en viceversa lo es el Aconcagua sobre la corteza terrestre.

Faustino cuenta que él oyó un estruendo y luego las obscenidades pronunciadas por su padre. No era para menos, defiende la memoria del papá, al recordarlo un cuarto de siglo más tarde hablándome de lo acaecido.

Y ciertamente, no era para menos. El suelo se abría en dos y su padre saltaba mientras pronunciaba la imprecación. Y con el salto hacia un lado, le gritó al hijo para defenderse del maligno.

En seguida escucharon el estruendo de las aguas. Un maremoto, fenómeno conocido hoy como tsunami, venía desde el Atlántico, con fuerza inenarrable, sobre la costa.

“Encomendémonos a la Virgen”, le gritó el papá y lo llamó para que lo siguiese tierra adentro.
“El mar se va a tragar la tierra”, le dijo. Y salió como un bólido hacia las profundidades del monte. Eran, más o menos, tierras despobladas.

Y en efecto, las inmensas olas contempladas por ellos desde cerca de cuatro kilómetros al Sur de la costa, se tragaron la tierra. El maremoto le quitó una franja a la isla en esa parte de la extensión peninsular.
Esa tarde dominical desapareció casi todo el poblado de Matanzas con excepción de ocho estructuras, sobre todo de mampostería.

Una de ellas fue la lglesia, en donde el cura aglomeró un gentío de feligreses, que huyeron luego de la embestida inicial de las olas.

No solamente se borró de la geografía física y política de la República a Matanzas. Desaparecieron Matancitas, El Factor, El Pozo y alrededor de sesenta viviendas de la ciudad de Nagua, entonces denominada Julia Molina.

Todas esas poblaciones se reconstruirían después.

Las embravecidas aguas llegaron hasta dos kilómetros tierra adentro, destruyéndolo todo a su paso.
Más hacia el Este, en cambio, emergió el suelo en el itsmo, hasta prácticamente unir la isla de Samaná y asegurarla como península de la isla de Santo Domingo.

El lunes, 5 de agosto, el gobierno dispuso reconocer la subregión afectada, con vehículos de circulación terrestre y aérea.

Aviones de las entonces nacientes Aviación Militar Dominicana y Compañía Dominicana de Aviación, comenzaron a aterrizar en pedazos de carreteras milagrosamente salvados. Llevaban auxilios médicos, comida y enseres apropiados para los sobrevivientes.

Se recomendó no celebrar actividades festivas con motivo del aniversario de la Restauración de la República, debido al dolor prevaleciente. En cambio, se pidieron celebraciones religiosas para agradecer a Dios que los daños únicamente hubieren afectado una parte ínfima de la isla.

Por increíble que parezca, aunque Rafael L. Trujillo aparece en noticias de la época disponiendo las medidas de auxilio, en un mensaje publicado el día doce, no cuantifica los daños o menciona las poblaciones desaparecidas.

Tampoco hizo mención de la cuantía y el alcance de las pérdidas al depositar en febrero siguiente, en 1947, las memorias de las actividades del Gobierno Dominicano ante el Congreso Nacional.

El Nacional

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