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Convergencia

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Efraim Castillo

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(Los publicitarios no deben gastar millonadas para decorar los medios, sus mensajes no son ornamentos —Marion Harper [1966]).

Cuando Toulouse-Lautrec (1864-1901) hacía sus afiches posimpresionistas en Montmartre, ya en EEUU funcionaban cientos de agencias publicitarias que operaban con herramientas modernas y exploraban las motivaciones del consumidor en el mercado, utilizando en los anuncios las nuevas representaciones semióticas. Sin embargo, a François Zillé le es sumamente provechoso hacer creer que Europa es la capital publicitaria del mundo, por lo que su proyecto -como apuntaré en su Tercera intención- es propagar que Unitrós-Extensa es la agencia «pato macho».

Segunda intención: Todo da a entender que Zillé no ha leído mi libro «Pulso Publicitario. Sobre publicidad dominicana» (1978). De haberlo leído no se hubiese dedicado a escribir disparates. Desde luego, esto no lo digo por dármelas de pionero. ¡Jamás! Habría que internarse en el campo de la teoría pura para inventar soluciones, y si el francoitaliano fuera un creador de soluciones no estaría tratando de descubrir la pólvora en este país caribeño. Con seguridad estaría paseándose por la Vía Apia en un Maserati o un Ferrari, sin tener que rebajarse a discutir con publicitarios subdesarrollados.

Pero Zillé no se ha detenido a explorar nuestro mercado, ni a estudiar la publicidad que se ha desarrollado aquí en los últimos veinte años. Por eso, da la impresión que llegó al país sin investigar cómo crean y aplican sus estrategias mercadotécnicas nuestras agencias. De ahí, que la Segunda intención de Zillé ha consistido en una abierta y provocadora serruchadera-de-palo -sujeta a una maniobra de puro exhibicionismo- para convertirse en protagonista del mundillo publicitario dominicano.

O sea, el francoitaliano desea sonar, que lo sientan, hacerse el héroe, levantar ruido, crearse una aureola de «matador de villanos», de salvador de nuestra publicidad, convirtiendo el enfrentamiento, además, en una estratagema para «cazar clientes», donde lo supremo, representado por él, derrote a lo primitivo, lo atrasado, representado por nosotros. Pero falla y sus fallos son perceptibles para los que llevamos largos años laborando y estudiando la publicidad. Falla, al reducir el marketing a un concepto banal, diciendo que “el marketing debe ser contemporáneamente instintual, analítico e institutivo (sic)”; cuando el marketing, como hijo legítimo de la antropología cultural, no debe responder al flair, al olfato, a ese instinto del que dependía el mercado antes que la cibernética entrara al campo de las investigaciones socioeconómicas.

Para dárselas de genio, Zillé apunta (en el segundo párrafo de su Primera intención) que «en la joven historia de la publicidad, hasta la fecha, sólo han triunfado como incansables rebeldes e innovadores al servicio de la evolución de la profesionalidad, mujeres y hombres dotados de una ‘dosis poco común’ de ‘común buen sentido’». Y tengo que preguntarme: ¿responde Zillé a este arquetipo de «dosis poco común de común buen sentido»? Claro que no. Si Zillé tuviese una dosis poco común de común buen sentido no habría montado el espectáculo que está montando en el país.