Generalmente, lo que termina importando para algunos, después de años vividos a destajo, ocurre por accidente. ¿Acaso fue previsto? Es bueno decirlo después que sucede. Es sabido que somos nuestros actos, viene siendo como procedemos en nuestras relaciones, tanto con nosotros mismos como con los demás. Respecto a la vida de nuestros padres como a la nuestra con respecto a nuestros hijos.
Casi siempre es una adivinanza en la que se van atando cabos hasta que se atan tanto que ninguno ata a nada.
Cuando se piensa la Era de Trujillo, de la que solo supimos por las caras de nuestros padres, allegados, oral o por escrito, sería bueno quedarse sin cabeza para intentar comprender muchas comparaciones como punto de referencia, en las que incurren tanto quienes la vivieron como quienes no, con la realidad vigente. Comparar es molestoso.
Pero existe la muletilla que no hay nada totalmente malo que no tenga algo bueno, para justificar lo muy malo. En particular como esas frases que quien las dice debería quedarse mudo o reencarnar en una cucaracha cerca de cualquier pie.
Apelamos a frases hechas a la imagen y semejanza de nuestro cerebro cuando pensamos que todo es blanco o negro a nuestra retina o entendimiento. Y eso va para todo.
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Lo que es normal y pasa desapercibido ahora, unos años antes deseado e impensable a la vez. Un ejemplo, un simple libro, que no es simple nada. Digo simple porque no nos podemos imaginar lo que significaba para esos años en que no había televisión y redes sociales y demás…
Vuelvo al ejemplo de la Era de Trujillo respecto al libro y las librerías de la época. No me puedo imaginar la zozobra interior de cualquier joven escritor de la época con autores conocidos por referencias que estuvieron acabando en la lengua vernácula y en las extranjeras, expurgado por tal o cual razón, política en su defecto, que a los ojos del presente cualquier tonto puede pensar: “Tamaña tontería”, pero no, no es así.
Recuerdo que hace décadas me topé con una selección de Pablo Neruda, la primera que se hizo de su obra, en 1943, editada en Chile.
Dentro tenía un retrato de Trujillo, extraído de uno de los tantos libros dedicados en loas al sátrapa, porque a éste le gustaban los “hombres de trabajo” sin haber dado un golpe en su vida sino darlo (porque daba los cuartos para la edición).
Indudablemente que el que fue propietario del libro en cuestión, por si lo sorprendían con él, decir: “En este libro Trujillo es el jefe” (un chiste), pero de seguro que el que lo trajo del extranjero era amante de la poesía. Lo mismo podría decirse en otros casos.
Otro ejemplo: una segunda edición de Camino Real, por la editora El Diario de Santiago de los Caballero, de 1937, que cuando viene al cuento, el mismo autor la obsequió… que nunca había sido leída.
Las páginas estaban cerradas a cal y canto, que lo que se pensó hacer con el autor en el exilio había que hacerlo con el libro, un abre cartas; pues el autor se constituyó para la tiranía en un dolor de cabeza desde el exilio.
¿Azar, destino, miedo? Piense cada quién lo que quiera. El poder de ¿poseer lo prohibido no vale la pena una buena golpiza o que lo sindicalicen a uno no se sabe de qué cosa en ese pasado?, digo yo; al fin y al cabo, terminó ganando la democracia representativa, pero lo que sí es verás, es que el libro sobrevivió. ¿Por qué no pensar que también el que fue su propietario con terror y todo de tenerlo en su biblioteca?
Los ejemplos se pueden multiplicar, principalmente cuando no se tiene un tema para escribir y echamos mano de los libros encontrados al azar en una biblioteca de libros viejos al igual que el dueño, para justificar un artículo. Por supuesto que sea publicable.
Lo que se espera, volviendo a los primeros propietarios de esos libros, de seguro que terminaron rechazando a esos autores (hablo por uno de ellos, con perdón, el de Juan Bosch, que no voy a decir ni muerto a quien perteneció.
Por: Amable Mejía
El autor es escritor.