Descubrí hace unos años que todas las ciudades que me gustan, con sus callecitas, mercados, restaurantes y cafeterías, sus iglesias, es porque se parecen a la mía.
No tenía idea del peso de la ciudad en la memoria; del dulce amor que me provocan esos bancos del Parque Colón, donde el viento corteja con florecitas blancas las aceras, y solo sé de un olor, de ciertos balcones, de una luz que asoma a ciertas horas donde fugaz -lo único- transgrede.
Espacios de absoluta claridad, donde todas las niñas que hoy se sientan en los escalones de la tristeza, mientras el pueblo nos ronda ignorando las verdades del cemento: que el granito de estas escaleras es el mismo de las tumbas.
Ciudad, donde la única permanencia es la del mar, salada prisión circundante, y mientras pongo vitamina a mis geranios un hombre escarba el basurero.
Ciudad, donde cada año regreso a la inocencia del Día de Reyes, y salto y aplaudo cuando burros disfrazados de camellos; gladiadores con chancletas plásticas de la Mella y un Baltasar blanco pintarrejeado de negro (como si no hubiera negros en este país) recorren la amotinada Arzobispo Meriño, con un coro de niños y niñas detrás, gritando el nombre de los juguetes que esperan.
San Carlos, donde el día 29 de septiembre, revive San Miguel y baja a su parquecito, para competir en ventaja con los chinos que ese día celebran la fundación de sus murallas.
Ciudad, hoy invadida por negocios que la niegan. Y la voz que nos arrullaba con su “Luna sobre el Jaragua”, las voces con las cuales bailaban bolero nuestros padres, están relegadas a la nostalgia.
Por eso, cuando el tedio, el desencanto, la frustración, asoman, voy a visitar “la Zona”, subir por la Mella, bajar por la Hostos; comer donde Fifa, y Lucía, y concluir el periplo en La Cafetera, donde si no había luna llena teníamos la suerte de que Cesteros nos devolviera el saludo; Glaem Parks y Yiyo nos contaran sus aventuras artísticas, o Cesar Zapata nos hiciera copartícipes de sus tímidos asomos a la pintura.
Lugar de reunión del Comité Amigos de Puerto Rico, de Amigos de Cuba, de todos los Abelardo Vicioso, es por eso que no entendemos que hayan cerrado La Cafetera, con 92 años de tenaz resistencia a todas las indiferencias, porque lo que han cerrado, como en un Alzheimer cultural que nos va oscureciendo la parte del cerebro donde guardamos las memorias más felices de lo que somos, es una parte fundamental de nuestra identidad cultural.
Por eso Carolina Mejía, la única solución posible es que el Ayuntamiento del Distrito asuma y reabra La Cafetera. Te aplaudiremos.