Los pensamientos que orientan y dinamizan las relaciones y objetivos de los grupos familiares que comparten una sociedad, reproducen de manera bastante fiel el sistema de valores de la cultura a la que ésta pertenece. Y al hacerlo, forma a los individuos que la preservarán y darán continuidad.
Así lo analiza la psicóloga clínica y psicoterapeuta Irene García Rodríguez, quien recuenta que durante muchos siglos, la familia occidental reprodujo en sí misma y a futuro, a través de la educación de los hijos, los valores y costumbres del patriarcado; los cuales parten de una jerarquización de la humanidad que ubica al hombre en una posición superior a la de la mujer en todos los espacios sociales.

“Entre esas creencias erróneas que hasta hace poco marcaron radicalmente nuestra experiencia como seres humanos integrantes de familias, estuvo la certeza de que el hombre estaba mejor dotado para moverse fuera del espacio familiar y asegurar el sustento familiar, así como también para dirigir al grupo tomando decisiones con total discrecionalidad. A la mujer, considerada como “naturalmente” capacitada para la vida dentro del hogar, le tocó permanecer dentro del mismo, atenta al cuidado inmediato de su esposo e hijos y siempre dispuesta al sacrificio por los suyos”, agregó.
La terapeuta del Centro Vida y Familia explica que en cuanto a los niños, las creencias occidentales parecen haber oscilado durante mucho tiempo entre la idealización de la infancia, por una parte, y la influencia de certezas que les asignaron alguna vez un carácter malvado o retorcido. Por otra, legando la concepción de que educar es “corregir”, dejándonos la herencia de la dureza del castigo físico o verbal y la del maltrato psicológico ejercido a partir de la humillación o de infundir terror o culpa.
“El estudio de los sucesos relacionados con la violencia intrafamiliar, particularmente la violencia doméstica y el maltrato infantil, los ha correlacionado positivamente con una funcionalidad familiar tradicional profundamente influida por el sistema de creencias machista, expresivo de la cultura patriarcal”, manifiesta la terapeuta.
Los visibles cambios
La movilización de la razón y la conciencia colectivas, han facilitado durante las últimas décadas cambios trascendentales en nuestros hogares; los cuales son particularmente visibles en el empoderamiento de la mujer, especialmente en cuanto a la defensa de su derecho a la formación académica y el ejercicio laboral. También parece más amplia la comprensión adulta de los derechos del niño y de los límites que esto impone a su gestión parental.
Pero aún falta bastante para que ese ámbito hogareño represente potencialmente un espacio de crecimiento y bienestar para todos sus miembros. Una dinámica relacional favorable, requiere de los acuerdos precisos para distribuir equitativamente los esfuerzos dirigidos a satisfacer todas las funciones familiares.
En este sentido, afirma que “aunque muchos hombres parecen haberse integrado tranquilamente a esta nueva perspectiva del quehacer hogareño, también existen los que evidencian encontrarse muy lejos de aceptar la pérdida general de la atribución de poder en el grupo y, mucho menos aún, la expectativa de participación en actividades de la casa y con los hijos que habían aprendido a considerar de mujeres”.
García Rodríguez concluye que la tarea que hoy enfrentamos es la de la formación, desde todos los espacios de participación, de una subjetividad masculina positiva, en el sentido del respeto y la equidad entre las personas y alejada del conflicto asociado a la ambición de poder.