El derecho con el que se ha sentido Vladímir Putin de emular a Adolfo Hitler desatando la masacre que Ucrania ha resistido con gallardía, estropeando los propósitos egolátricos y desquiciados del neoautócrata, arrancaron subvirtiendo el espíritu de la institucionalidad con la que Rusia aspiró a formar parte del concierto de las grandes democracias del mundo, después del derribo de la Unión Soviética.
Su primera guerra fue contra la Constitución de la Federación Rusa, a la que primero burló de manera sutil y luego le asestó un golpe certero. Había cumplido su segundo mandato y tenía impedido presentarse a una tercera reelección, pero no así a la condición de seguir mandando detrás del trono, por lo que se hizo primer ministro y colocó un títere de presidente, Dmitri Medvédev, para que le aguantara la presidencia por un período tras el cual podía postularse, y, no conforme con poderlo hacer por dos veces más, amplió el período a seis años, y luego corrió un poco más las posibilidades de reelección hasta hacerlas equiparables con las expectativas de sus años activos de vida.
Dos personeros transitan la misma ruta en Centroamérica, uno a la izquierda y otro a la derecha, Daniel Ortega y Najib Buke, que siguiendo los pasos de Hugo Chávez y lo intentado por Evo Morales en Bolivia, repiten el libreto de usar la democracia para alcanzar el poder, y una vez entronizados, la secuestran.
Entre lo que está haciendo el señor Putin con Ucrania y lo que está haciendo Bukele con las pandillas en El Salvador, hay pocas diferencias, aunque el primero esté horrorizando a un pueblo inocente y el segundo esté castigando fuera de toda ley a grupos criminales. Ambos se arrogan el derecho de aplicar el poder que ejercen sin ningún tipo de contención.
Sobre este tipo de gobernantes discurre la nueva obra de Moisés Naim, “La revancha de los poderosos”, que plantea que contrario a lo que se está verificando en las más de 130 democracias que tiene el mundo, donde el poder presenta las condiciones de que “resulta más fácil de obtener, pero más difícil de ejercer y más fácil de perder”, han ido apareciendo unos actores que identificando un enemigo al que atribuirle todos los males y peligros que pueda enfrentar una sociedad, con verdades expuestas con distorsiones (posverdades) polarización, derriban los contrapesos que tratan de preservar el equilibrio democrático y se alzan con el santo y la limosna.
Mariano Rajoy también aborda las características de esos exponentes que Naim define como los 3P, la combinación de populismo, polarización y posverd:
“La vestimenta populista es, pues, muy variada. Lo mismo puede ser un millonario de Nueva York, que un comunista español fascinado por la dictaduras tropicales, que un ultraderechista xenófobo centroeuropeo. Es gente diversa, con prioridades dispares, que predican soluciones habitualmente heterogéneas. Un político populista siempre se presenta como salvador de ese pueblo oprimido e ignorado por sus élites”.
Esta nueva claque Moisés Naim la analiza como la reacción inevitable a la erosión del poder como tradicionalmente se había conocido: “Quienes estaban decididos a obtener y ejercer un poder ilimitado desplegaron viejas y nuevas tácticas para protegerlo de las fuerzas que lo debilitaban y lo limitaban.