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Celebrar el ruido

Celebrar el ruido

Chiqui Vicioso

Es domingo, un luminoso domingo rodeado de altos edificios, lagos artificiales y aviones que aterrizan en La Guardia para felicidad o angustia de quienes ansiosos esperan la llegada de sus seres queridos, o no tan queridos.

Nada interrumpe la luminosa soledad de este día, excepto la nostalgia por una exasperante media isla, donde acosa el ruido a todas horas, donde el dominicano promedio habla excesivamente alto, y los automóviles aceleran con las ventanas abiertas y una salsa a mil, devorándonos una y otra vez.

Nada interrumpe este silencio, porque no hay motocicletas sin silenciador para el mufler y no está permitido tocar bocinas en zonas residenciales, ni recorrer en Harley los amaneceres como diciendo aquí estoy yo con el poder de interrumpirles el sueño.

Decía José Martí que Nueva York se habla en voz alta por temor a su soledad y con él corroboro, repitiendo los versos de urbanizaciones en un extraño ulular traia el viento, en esta ciudad donde rara vez hay viento:

“Esta ciudad

es un gran edificio

con areas verdes programadas.

el pueblo

morboso la ronda

ignorando las leyes del cemento

el granito de estas escaleras

es el mismo de las tumbas.

mientras pongo vitamina a mis rosas

un hombre escarba el basurero.

queda el mar”.

Queda el mar, pero el mar queda en Santo Domingo, donde desde mi terraza veo entrar y salir los barcos de carga, marinera de bahías y puertos que solo visito en mis sueños de niña que precisamente creció en una barriada de Santiago donde no había mar. Falta la sirena de los barcos anunciando su llegada o su salida.  Falta el ruido de los vendedores ambulantes, el de los jóvenes que se posesionan del espacio camino al Parque Duarte, gritando su existencia antes de que la aplaste la aplastante conclusión de que la adolescencia es un espacio de falsa libertad.

Y faltan las campanas, y su dialogo sonoro, cuando temprano en la mañana o al atardecer, conversan la Catedral con las Mercedes, con Regina o la Altagracia.

Y falta el susurro de los cedros en la Bolívar, cuando cortejan las aceras con bellísimas flores blanco y rosa.  El silbar de la brisa entre las tres ceibas de la Plaza España, secreto lugar de quienes saben como se saludan los arboles sagrados y su infinito poder de convocatoria.

Y faltan las voces de la niñez cuando avanza hacia el Colegio Santa Clara, único tiempo en que Las Damas recupera su tradición de calle, desembocando en el parquecito Pellerano Castro, hoy Julia de Burgos, donde ella siempre espera los claveles rojos, la conversación que la mantiene viva, el furtivo beso de apasionados jóvenes.

Por: Chiqui Vicioso (luisavicioso21@gmail.com)

El Nacional

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