Como si fuera ayer, se mantiene en mi mente la consigna que en mis años de mocedad se enarbolaba en las manifestaciones en contra del gobierno de los 12 años del doctor Balaguer, la cual decía de la siguiente manera: «¿Felices? Sí; ¿cansados? No; ¡Por la lucha del pueblo nadie se cansa!».
Pero en el caso del presidente Luis Abinader y el tema haitiano, no hay lugar para esa consigna, pues el mandatario ha ocasionado un hartazgo con el constante estribillo de «ayuden a Haití», queriendo usar el asunto de forma politiquera y con una doble moral tan evidente, que lo único que produce es «lágrimas bajo la lluvia».
Las naciones poderosas nunca delegan su política exterior, y por los resultados que vemos aquí, indiscutiblemente que se ha originado una extraña mezcla de un nacionalismo oportunista, unido a comisionar a terceros secretamente, lo que es responsabilidad nuestra, estrategia que ha hecho que el discurso presidencial sobre Haití, vaya paulatinamente perdiendo credibilidad ante la ciudadanía.
Es una verdad monda y lironda que las élites gobernantes de nuestro vecino en el occidente de esta isla tienen como «proyecto de nación» la compasión internacional. Haití se arrastra por el suelo en el exterior sin ningún tipo de iniciativa que no sea acudir a la misericordia de las grandes naciones. No hay planes a futuro.
Convoca a pena ver al primer ministro haitiano Ariel Henry, patrocinar otra intervención militar a su país, todo eso a pesar de que la de la MINUSTAH (2004-2017) terminó siendo un revés y una desgracia sin precedentes para la población. Los desmanes de los cascos azules en el lugar más pobre de este hemisferio fueron horrorosos y abominables.
Con los casi 8 mil millones de dólares que malgastó la MINUSTAH en Haití se construía una nación moderna.