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La ciudad violada

La ciudad violada

Efraim Castillo

(«Azulea en su crepúsculo la primavera; / bajo árboles que liban / camina un alguien oscuro por tarde y ocaso / escuchando la dulce queja del mirlo. / Silenciosa aparece la noche, venado sangrante, / que lento se abate en la colina. -Georg Trakl (1887-1914): Séptuple canto de la muerte, 1914»)

Recostado en el banco herrumbroso, recuerdo vagamente los reflejos de la calle: vislumbro -entrecortados por transparencias entre saltos y espejismos memoriales- los edificios de la calle El Conde con sus canas colgantes filtradas entre claroscuros.

Podría quebrar la simetría del viento y confundir la sequedad del polvo para elevar mi condición de espectador sobre el arbitrio de lo agotado, de este atosigamiento que quiebra y desgaja la nostalgia. ¿Pero para qué?, si volveremos al reencuentro de las miradas arrebatadas, de los pasos contados, de las espaldas arqueadas y los estruendos de la ciudad violada.

En ese entorno de la bruma, justo donde el río Ozama desaparece, mis pies detallan en las sombras el espacio que abate el tiempo: allí donde la neurona del amor nutre la angustia entre lágrimas y goces. Podría morir la flor, volar el moscardón sobre el vitral del sueño, agonizar la esperanza donde yacen las cenizas; podría escapar a una censura libre de fragmentos, sin protuberancias ni ahogos, y así los humus fluirían entre las hojas, flotando lentamente por El Conde vulnerado sin adentrarse en la presencia del crepúsculo.

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Voy a incorporarme, a sacudirme del dolor, de este escalofrío que recorre mi nuca como una agitación, aunque debiera estar tirado, arrinconado en la huella insoluble de la angustia; en esta nada compartida donde los destellos de la ciudad no ceden. Debiera permitir la quemazón del aura; abrir una grieta a la esperanza tardía, a la agonía de una ternura que expira.

¿Será alguien capaz de mostrar la cima remota, el desliz de la gruta abierta en el corazón de la urbe? ¿Tendrá fin el alejamiento de la barca, la osadía de la cayena en el huerto de los truenos? No hay pánico: no debería haberlo. ¿Para qué aplastar la ilusión sin enmendar el error de los pecados? No, no debería haber pánico, porque no es tan difícil, tan árido, expresar la infinitud del perdón.

Está ahí la humillada ciudad de Ovando, la desgarrada ciudad de Trujillo, la desbordada ciudad de Balaguer, la seducida metrópoli de Leonel, justo allí donde cayeron los dioses, justo allí donde el nacimiento del arroyo se vuelca entre fangos y sufrimiento, esquivando los terrones del jardín, o quizá violentando los juncos del amor.

Porque el perdón podría estar ahí sin mayúsculas, sin la algarabía de la venganza, sin los sonidos de la histeria: estar ahí como la mejilla de un niño, como la cargada ubre del destete, o como una simple sensación de frío. Sólo hay que hacerse dueño de un mechón de luz; sólo hay que remediarlo, de encontrarlo con un diminuto soplo de ternura y una lágrima revuelta entre sonrisas compartidas.