La extravagancia es una condición muy propia del dictador, aunque la característica principal es su disposición de retener el poder a contrapelo de la ley, de la ética y de la razón. Para el alcance de ese propósito, la vida y los derechos de sus conciudadanos valen menos que una guayaba podrida, como se dice en Miches.
El dictador llega a la ridiculez por vía de su comportamiento extravagante e irregular. Al tiempo que sojuzga a su pueblo y procura acumular riquezas, el sujeto suele recurrir a excentricidades (sombreros de plumas bicornio) o crearse rangos militares para él y su familia o se hacen erigir estatuas y monumentos.
Una excentricidad de Rafael Trujillo, por ejemplo, consistió en pertenecer a las tres ramas de las Fuerzas Armadas, ostentar título de doctor y de maestro, sabiéndose que era un iletrado. En ese andar por fuera de los límites aprendió el arte de la simulación, lo cual le permitía ordenar la muerte de un hombre y expresar condolencias a la viuda.
El comportamiento extraño o peculiar lo expresan hasta en aspectos tan personales como la vida conyugal. Pueden ser casados y muestran fotos con su esposa, pero tienen amantes permanentes o coyunturales, a las que dotan de bienes con cargo al Estado. Unos conquistan las mujeres, otros se valen de celestinos asalariados.
La peculiaridad más notable de Daniel Somoza o Anastasio Ortega, el despótico presidente de Nicaragua radica en que no le interesa guardar apariencias. Todas sus decisiones, sin importar lo anormales y chocantes que fuesen, este señor las anuncia como si se tratara de acciones legítimas. La violación de derechos le resulta tan simple como un juego de dominó.
Al tiempo que expulsa a 222 nicaragüenses por diferencias políticas, manda a prisión por 26 años al obispo Rolando Alvarez porque no quiso abandonar su país en calidad de exiliado. Pero no solo eso, sino que priva de su nacionalidad al escritor Sergio Ramírez, uno de los más ilustres nicaragüenses.
Tan hondamente reside en el dictador de Nicaragua el espíritu de Somoza, que decide nombrar a su esposa como “copresidenta” de la República. De inmediato ordenó a un incondicional que preside la Asamblea Nacional «hacer algunas reformas a la Constitución” para que quede establecido el nuevo cargo.
Rosario Murillo, estrafalaria y anillos en cada dedo, ocupa desde 2017 la vicepresidencia, conseguida en unas “elecciones” en las que la oposición no tuvo derecho de participar. Ni ella ni su marido, Daniel Somoza o Anastasio Ortega, conocen los límites de las ambiciones. Tampoco los límites de la ridiculez.