Estoy completamente en contra de cómo funciona la mayoría de las iglesias, sean católicas o evangélicas, que viven de privilegios, de mensajes contra los homosexuales y el aborto, pero sí creo en ayudar a los más desfavorecidos.
Soy un amante de la solidaridad sin importar sexo, raza, credo o color. Desde mi adolescencia, a pesar de estudiar en un colegio católico, el Sagrado Corazón de Jesús, de Villa Juana, siempre he cuestionado ese tipo de conducta.
Sería bueno que los religiosos, me refiero a todos; sacerdotes católicos y pastores evangélicos aprovechen el asueto de Semana Santa para decir la verdad sobre cosas tan elementales como por qué existen tantos vocabularios distintos en el mundo si todos descendemos de Adán y Eva.
Por qué Dios prefirió «construir» la primera mujer (Eva) de una costilla de Adán y no usó el mismo barro que empleó para el hombre. Esto podría interpretarse como un mensaje de sumisión de la mujer hacia el hombre.
Por qué existen negros, blancos y amarillos, si nuestros progenitores fueron creados a imagen y semejanza de Dios, que se supone no debía tener varios colores (no importa que el concepto haya sido espiritual).
Por qué si el Señor es tan poderoso permite los abusos sexuales contra niños y niñas que asisten a los templos religiosos, católicos y evangélicos atraídos porque la fe los acercarías al creador.
En la Tierra hay 8 mil millones de habitantes, entonces cómo ese poder divino justifica que 300 de estas personas acumule más riquezas que los restantes 7 mil millones 999 mil 700 personas.
Sabías que cada hora mueren 1,000 personas de hambre en el mundo. De ellas, 750 son niños entre uno y cuatro años. Si tienes hijos o familiares de esa edad puedes hacerte una idea de ese drama.
Según la ONU, en el mundo se desperdicia más de 1,000 millones de toneladas de alimentos al año, equivalente a 1,000 millones de platos de comida diarios.
Pienso que si realmente Dios existe, entonces está como un poco distraído de este planeta, por lo que debe ponerse las pilas y comenzar a impartir justicia con su látigo divino, tal como hizo Jesús con sus manos en el templo de Jerusalén.