El terremoto
El sol tenía una intensidad especial, muy especial. Sólo los frondosos y centenarios robles del Parque Central de San Francisco de Macorís desafiaban su poder calcinante.
La vieja iglesia, pintada de blanco, refractaba y expandía su espléndida luminosidad.
De pronto, cerca del mediodía, San Francisco de Macorís fue estremecido por un potente temblor. Las casas de madera y zinc crujían de dolor.
Los niños y las niñas, temerosos de lo desconocido se aferraban a las faldas de sus madres y abuelas. Las señoras que transitaban por las calles se arrodillaban, dirigían sus miradas al cielo y se golpeaban fuertemente sus pechos trémulos, pidiéndole misericordia al Señor.
Las tuberías de agua estallaban. Los muebles de las casas se mecían de un lado a otro. Las paredes de mampostería se agrietaban y algunas se derrumbaron.
La iglesia, con toda su blancura, de pronto se vino abajo, haciendo un ruido infernal. Una gran humareda blanca ocultó temporalmente los detalles de aquel derrumbe sacrílego y colosal.
En verdad, no logro recordar –apenas tenía cuatro años de edad—si algún cura o algún monaguillo quedó o no atrapado entre aquellos blanquecinos escombros. Me viene sí a la mente ahora que algunos años después, mientras jugaba con otros niños en el interior de la iglesia convertida en ruina, nos encontramos con algunos trapos negros entre aquellos escombros blancos.
Matancitas
En Macorís ciertamente el terremoto impactó con fuerza e hizo considerables daños.
Pero a Matancitas, pueblito de pescadores ubicado en la costa norte muy cerca de Nagua, le fue peor. Mucho peor. Escuché decir que el mar iracundo irrumpió contra el caserío y enterito se lo tragó.
No más pueblito encantador.
Todita, Matancitas quedó muertecita.
La culpa no habrá que echársela a ninguno de los dioses ni a ninguno de los diablos, porque no hay ley que califique de pecado aquello de vivir humildemente, trabajar y amar a la orilla del mar.
A mayor tragedia social, mayor injusticia natural.
El reparto injusto del territorio va de la mano de la distribución desigual de las riquezas creadas por la humanidad. A los pueblos empobrecidos siempre les toca el territorio de más altos riesgos.
Huracanes, terremotos, maremotos o tsunamis se ensañan contra los desheredados de la fortuna.
Cuando se reportan las trágicas arremetidas de los tsunamis, Matancitas viene a mi memoria.
(Tomado de mí libro Vivencias y secretos… De vida, lucha y amor, Editora Impresur SRL-2017, págs. 14 y15,)